Este mes de marzo, todavía ni siquiera transcurrida su mitad, ha dado ya para buen número de aniversarios. Ya saben, esos días en lo que se cumplen años de algún suceso. Y el suceso, cuando sucede y para ser recordado, tiene que ser de importancia. En su parte más positiva rezuma éxito, alegría, satisfacción. Por contra, cuando se trata de un accidente desgraciado no podemos apelar a ninguna positividad. Hay otros aniversarios que se quedan en una zona neutra. Son esos que ni te van ni te vienen. Que no te interesan, y cada cual tiene su razón.
8M; 11M; 14M; 17M; 20M. Esas son algunas fechas señaladas. El Día Internacional de la Mujer; el Día Europeo en Memoria de las Víctimas del Terrorismo; la declaración en España del Estado de Emergencia consecuencia la pandemia del COVID-19; el Día de San Patricio y, como último ejemplo aunque hay más, el Día Internacional de la Felicidad. Que, más que nos pese, por desgracia solo tiene un día.
Son muchos -mejor dicho somos- los que aplicando ese manido refrán de “No nos acordamos de Santa Bárbara hasta que llueve”, llegamos a estas fechas en completo éxtasis de solidaridad, de comprensión; tampoco exentas de crítica, de ataque a quien no lo siente como tú e incluso de odio. Ni para conmemorar aniversarios nos ponemos de acuerdo. Salvo el Día de San Patricio. Ese seguro que sí.
A partir de hoy, tampoco sé por cuanto tiempo y por cada día que pasa, mi mente se dispersa sobremanera. Son muchos, demasiados, los acontecimientos acaecidos a partir de ese inicio de confinamiento impuesto. Los miedos por lo desconocido, por mucho que se empeñasen los noticieros en hacérnoslo conocer, se apoderaban de nuestras almas. Nuestra aburrida vida cambiaba de forma drástica. El 20M, el Día de la Felicidad, pasaba como un espectro por delante nuestro.
Un familiar, en paradero conocido, imposibilitado de volver a casa. Otros, los más longevos, perpetrados en residencias que solo se abrían para recibir ambulancias y coches fúnebres. Guarderías, colegios e institutos, colgaban en sus tablones de anuncios mensajes anunciando vacaciones ilimitadas. El entretenimiento, el ocio casero, se disparaba con un aumento significativo en la suscripción de canales audiovisuales. No solo para los más pequeños.
La lectura, incluso la escritura y la música, se atropellaban en rienda suelta como vocaciones escondidas. No había horas. Los más pequeños aprendieron que no solo se juega fuera de casa. Realmente quienes lo aprendieron fueron sus padres. La acción de comprar en el súper, ya no solo por abarcar el mayor contenido de papel higiénico, conllevaba una designación: elegir quien salía; quien se exponía en mayor grado.
Nos quedamos en el hogar para salvar vidas. Para salvar la propia y la de otros. Y así, en casa, cada día, nos valíamos de llamadas telefónicas, de videoconferencias, de mensajes de voz y selfis. También a los abuelos. También a las residencias. También a los hospitales.
Enfermeras, médicos, policías, guardias civiles y bomberos, militares, personal de limpieza y servicios generales, cajeras de supermercados, de funerarias, vigilantes de seguridad, ONG´s, ¡y cuantos más!, pillados desprevenidos, sin preparación, ayudando a sobrevivir a los demás. Sobreviviendo ellos mismos. En primera línea de riesgo. Aplausos. Aplausos de apoyo a las veinte horas. Desde cada casa; desde tu ventana, terraza o balcón, también desde el interior de cada alma. Aplausos de ánimo ante una gran tragedia.
Lágrimas. Muchas lágrimas. Lágrimas en la UCI, en el box de urgencias o en los pasillos. Lágrimas que ya se derramaban y viajaban en ambulancias. Lágrimas del personal sanitario para desconocidos. Ningún conocido podía estar allí. Lágrimas de rabia, de impotencia, de incredulidad. Noticias, muchas noticias desde diferentes partes del mundo y solo nos interesaban las locales. Las noticias de tu propia familia.
Y aguantamos. Y bailamos. Y sonreíamos para que nos viesen. Y nos vestíamos casi de gala, de medio cuerpo hacia arriba, aunque hacia abajo nadie notase nuestras zapatillas o el pantalón a rayas del pijama. Mascarillas, guantes, geles, distancia. Comportamiento responsable. El que nos dieron los más pequeños. Aquellos que, a priori, más se quejarían. Y se quejaron, pero comprendieron y aceptaron. Y continuamos bailando y cantando; y a las ocho, otro día a las ocho, seguíamos aplaudiendo. No todos. Da lo mismo. Sin querer que de nuevo ocurra, seguro seremos los mismos.
Un año. No necesitamos ningún día señalado. Cada uno de nuestros gestos diarios, los de antes y también los de ahora, son días de aniversario. No de los que se quedan en zona neutra. Celebrémoslo porque seguimos aquí; por ellos, por los que no están. Hoy y mañana. Feliz aniversario.