Aunque la frase sea hecha quiero que mis lectores me crean cuando, al escuchar ayer la fatal noticia del fallecimiento de José Luis Balbín, la tristeza afloró en mi corazón. Ya no habrá más escenas de humo en el plató; ese humo, más etéreo, más sutil, más bailarín y más delicado que el de un puro. El humo que desprendía la pipa de Balbín.
Y es que, sí, por aquel entonces, por el mes de enero de 1976, en plena Transición española, un programa de televisión compuesto por una película -que introducía el tema a tratar- y el posterior libre debate acerca del mismo nos ofrecía a todos los espectadores de TVE -la televisión pública- la posibilidad de sentirnos libres de pensamiento y opinión en temas tan incómodos como la legalización del Partido Comunista de España (PCE), del aborto, de la OTAN, del Opus Dei, del cambio climático, del paro y la crisis sobre el empleo, y así muchos más.
Un formato, pionero en España y simple. Una reunión de invitados, en la mayor parte de los casos de reconocimiento mundial, con puntos de vista radicalmente opuestos, pero libres de expresar su opinión: de debatir, de coloquiar, de intentar llegar a puntos de encuentro, de mostrarse respeto y de hacernos ver a la sociedad española que nuestra anterior dictadura era ya pasada. Que no queríamos volver a ella nunca más. Un programa que se aprueba su emisión con Franco todavía vivo, y se comienza a emitir tan solo dos meses de su muerte. Con Balbín como moderador. Siempre me ha encantado esta palabra.
Se dice ahora, se dijo ya antes, que La Clave fue el verdadero programa intelectual de la televisión. Benditos los franceses a quienes le copiamos la idea de su programa titulado “Les dossiers de l´écran”. Hacer un programa en directo en televisión solo se hacía con los telediarios -algunas crónicas de los corresponsales tampoco lo eran- y con los partidos de fútbol. La Clave era en riguroso directo. Buscando una neutralidad política encomiable. Y, al instante, con la traducción de las palabras del tertuliano invitado extranjero al resto de participantes, a los telespectadores; algo imprescindible para mantener un buen coloquio. También, algo impensable por esos tiempos en TVE.
Ahora, es muy difícil hacer entender lo que aquello significaba para todos nosotros. En la actualidad, y desde hace ya tiempo, me da la impresión que cada vez le damos menos valor a nuestra democracia; a nuestra libertad de expresión; a nuestros valores de entendimiento. Nos encontramos varados en el mayor de los absolutismos partidistas. Solo es válido nuestro punto de vista aún cuando ni siquiera sabemos defenderlo, más que atacando al del contrario. Desconocemos lo que es hacer autocrítica, que es lo primero necesario cuando no has conseguido el objetivo marcado.
Toda esta falta de valores en el diálogo, con gran resonancia y altavoz, se difunde y propicia por bastante de los medios de comunicación. En los audiovisuales, las imaginarias tertulias se convierten en una jaula de grillos cuando se interrumpen; hablan al mismo tiempo; descalifican a su interlocutor y, sobre todo, quieren dar a entender que saben de todo. Me atrevería a decir que -además de show- el mayor espacio cultural es Pasapalabra.
En ocasiones mucho se habla de conocer nuestra propia historia: de saber de que momentos políticos y sociales venimos y de lo que hemos conseguido, también gracias a quien. Una forma de conocer y reconocer esta nuestra historia tan reciente sería difundir en los institutos, en los cursos ya avanzados, las pelis y los programas de La Clave. Sería un gran homenaje a José Luis Balbín. Si fuera así, aunque ya dejé de fumar, prometo encender de nuevo una de mis pipas. El humo que ellas producen invitan al diálogo, y esa es La Clave. Gracias, querido Balbín.