Este pasado lunes, por quien correspondía, la presidenta del Congreso de los Diputados, Francina Armengol, ha confirmado que el debate de investidura del segundo candidato propuesto por el Rey, Pedro Sánchez, se celebre el 15 y 16 de noviembre.
Lo hace antes que el PSOE, pactado con sus socios, registren lo que ha venido ya en definirse en la ley de amnistía y que, una vez público su texto como también del pacto entre PSOE y Junts -no tanto con el de ERC- está generando una amplia controversia no solo en medios de comunicación, también en la ciudadanía. Lo peor. La violencia desatada, sobre todo en las calles de Madrid y contra las sedes del PSOE, por aparentes partidarios y grupos de la extrema derecha.
El secretismo mostrado en las negociaciones, tanto por los interlocutores de Junts como del PSOE, para contar con los votos de los primeros en la investidura de Sánchez ha dado lugar a un pábulo anticipado de suposiciones; muchas de ellas a posteriori comprobables. Se sabía -como así ha ocurrido- que es más fácil el acuerdo con ERC, partido de izquierdas y republicano, e independentista también, que el que se pudiese conseguir con el partido que encabeza Puigdemont, de marcado carácter a la derecha aunque independentista también.
Negociar fuera de España con quien la justicia española ha señalado como prófugo, y por tanto sin haber sido juzgado; quien -al igual que miembros destacados de su formación- por activa y por pasiva recalcan que volverían a ejecutar los actos que supusieron el 1-O, es decir acudir a la unilateralidad en proclamar de nuevo un referéndum, y quienes como base de partida en la negociación proponen la anulación o amnistía de las penas, multas e inhabilitaciones de hechos ya juzgados es de entender no es nada fácil, y si me apuran agradable.
Entender el diálogo político como la forma de encontrar salidas o soluciones a los problemas del país, a pesar de las graves discrepancias, es algo que nunca debe descartar un responsable político. Y eso es a lo que Feijóo, en el momento de su investidura como ganador de las elecciones, con motivación distinta a la de Sánchez, no supo, no quiso o no pudo hacer: buscar mecanismos políticos que pusiesen en valor la solución consensuada al conflicto con Cataluña.
Hay que reconocer -y alguna voz autorizada dentro del PSOE, como la de Emiliano García-Page se ha manifestado- que más allá de la ideología partidista existe cierto grado de duda -diría yo que de sentido de lo justo- en también una ciudadanía de izquierda a la que no le convencen estos acuerdos por la gran dependencia, sobre todo de Junts, que traerá cualquier tipo de decisión del gobierno. Y ello, a pesar que el acuerdo escrito y pactado establece de forma clara que cuanto se haga se enmarcará dentro de la Constitución.
La cuestión está en que el PSOE, desde que se hizo público ese acuerdo, no ha sabido trasladar a la ciudadanía respuesta a algo que si parece básico. ¿Qué diferencia sustancial se ha producido para que hace tres meses, antes de las elecciones de julio (e incluso desde años atrás), la postura oficial del partido fuese que “la amnistía no tiene cabida en nuestra Constitución”, y ahora sí?
Ni ha habido pedagogía sobre ello, ni se ha producido ningún debate, siempre sano, sobre esta importante cuestión tanto en su sentido político como en el jurídico. Parece tenerse miedo a pronunciar la palabra y enmascararla con otras acepciones como la de medidas de gracia. Por parte del PSOE, y de Sánchez, el reto sigue estando no en mencionar la palabra amnistía, sino en dar explicación para justificar la misma y, sobre todo, encajarla de forma legal.
Resulta curioso observar los textos y mensajes que se han exhibido tanto en cualquiera de las concentraciones convocadas como en redes sociales. Una de ellas, reiterada y repetitiva, viene a decir: “España no se vende por 7 votos”, en alusión a Junts. La manipulación que la derecha y la extrema derecha hace de estos mensajes nos indica la calidad democrática en la que nos encontramos.
En casi todos los casos en que se ha producido una investidura, ha sido necesario el acuerdo con otros grupos políticos. Esos acuerdos, en un porcentaje altísimo, se centraban en aspectos económicos. Ahora es lo mismo, aunque es cierto que también se hace en otros. Bien sea por propuestas de condonación de deuda autonómica; por mayores inversiones en infraestructuras; por el porcentaje en la cesión y gestión de impuestos o de organismos públicos; o de forma directa para cualquier casuística, el hecho es que se acuerda una transacción: que no es otra cosa que una compra y venta de voluntades, llamémoslas políticas. Feijóo acusa al PSOE de “comprar el Gobierno con dinero público”. Los presidentes autonómicos del PP no renuncian a recibir una quita en línea con la de Cataluña.
Ocurre así y ahora con este pacto de investidura y de gobernabilidad entre PSOE y Sumar, más ERC, HB Bildu, PNV, BNG, Junts y Coalición Canaria, que suman entre todos 179 votos, tres más que la mayoría absoluta, como también ocurrió con el acuerdo de gobierno entre PP y VOX en Murcia, en Castilla y León, en Extremadura o Aragón ¿Se vendían las autonomías en esos casos con esos democráticos acuerdos de gobierno? ¿Han sido deslegitimados por la oposición?
Parece mentira que un partido de gobierno como el PP (aunque ahora también cabría mencionar a VOX) no pueda asumir nuestras reglas democráticas. O, peor aún, que sólo lo asuman cuando les beneficia; cuando gobierna él o ellos. Trasladar a la calle esa falta de respeto a la democracia; la llamada a la insubordinación, incluso de diputados socialistas; a devolver “golpe tras golpe”; a solicitar nuevas elecciones cuando hace tres meses proclamaban que ellos habían ganado las elecciones, cuestión que nadie les discutió ni les discute, es una mala señal para nuestra democracia.
Muy tristes me parecen las palabras de Cuca Gamarra, secretaria general del PP, cuando hace mención a que “la investidura es un fraude electoral”, siendo reincidente en esa idea de ilegitimidad del futuro gobierno. Como antes mencionaba es verdad que el PSOE no incorporaba en su programa electoral el tema de la amnistía, ahora pactada en una ley que se presentará -no lo olvidemos, en el Parlamento, lugar de la soberanía popular- por trámite de urgencia. Pero tampoco figuraban en el programa del PP otros muchos hechos y decisiones de anteriores gobiernos populares que nos han afectado a todos los españoles.
Una interpretación amplia y libre de la expresión “fraude electoral” podría tener algún sentido en aquellas personas que hubiesen votado al PSOE. Nunca en la señora Gamarra, a quien se presupone no votante de Sánchez. O, caso contrario, y con la misma interpretación amplia y libre, no sería también fraude electoral, como hizo el gobierno de Rajoy, haber dispuesto del Fondo de Pensiones para otras cuestiones diferentes a la de su fin; o no permitir la renovación que la ley determina del Consejo General del Poder Judicial; o que el compromiso de mantener el poder adquisitivo de las pensiones supusiese una revalorización ridícula del 0,25%; ¿acaso nada de esto podría interpretarse también como fraude electoral por su parte? ¿A qué jugamos? ¿hasta donde podemos llegar para agitar y engañar a la ciudadanía? ¿se soluciona esto con el rezo del rosario o la encomienda a la virgen? ¿quién traiciona a los españoles?
Nadie augura que en los próximos años esto vaya a ser fácil. Por supuesto que no. Surgirán problemas, de interpretación, de mala interpretación y de calado, más allá de lo escrito y pactado. Se da por descontado que intervendrá el Tribunal Constitucional, al que se supone y es de esperar se le tenga respeto. Mientras, en la próxima semana, Sánchez saldrá investido legítimo presidente de un nuevo gobierno. Se esforzó y empeñó en ello con unas medidas políticas valientes, arriesgadas y de gran alcance. Embistió y logró los acuerdos. Aunque les pese a muchos. La “embestidura” saldrá adelante.