Vivimos unos tiempos en que cualquier cosa, hecho, palabra o incluso actitud personal, puede significar en otros tener motivos para la descalificación, el insulto y el descrédito. Sin importar argumentos. Exasperar, es decir, enfurecer y crear irritación a otras personas es demasiado fácil, y para ello tan solo es necesario asomar la cabeza a las redes sociales. Y, ¡cuidado!, la crispación es contagiosa. Así que ahora solo falta crear o provocar a la colectividad un estado de ánimo concreto.
En 2007, Joaquín Estefanía escribía en “El País” un artículo muy interesante bajo el título “Teoría de la crispación”. Venía a decir que “La existencia de una estrategia de la crispación es un fenómeno anómalo en las democracias maduras. No la tendencia al conflicto, que está inscrita en el sistema ya que existen grupos, con y sin poder, que persiguen objetivos diversos. Pero para obtener este poder no vale todo y, sobre todo, no vale la deslegitimación permanente y sistemática del adversario.”
Aplicar esto a nuestra actual situación me genera muy malas sensaciones. No sabría determinar si nos podemos considerar ya una democracia madura o si, por el contrario, seguimos con continuos fenómenos anómalos transitorios. Me da que lo primero no es. La normalidad en democracia conlleva como primer paso el reconocimiento y la aceptación de un resultado electoral. En el perdedor, asumiendo la derrota; en el ganador, respetando al derrotado. Respeto que se amplia a las minorías políticas y, por último, al procedimiento y confección de un Gobierno acorde al consenso político. Lo anterior implica a la fuerza, diálogo, consenso, pacto y acuerdo final.
Defender desde la oposición unas ideas propias; contraponerlas con las del Gobierno y, si cabe, llegar a pactos durante la legislatura sigue siendo igual de legítimo. Pero, al igual que antes mencionábamos unas reglas no escritas sobre el resultado de las elecciones, cabría también decir que rechazar todas las iniciativas del Gobierno; deslegitimarlas renunciando a discutirlas; negarse a todo tipo de acuerdos imposibilitando los mismos -incluso los de mandato constitucional-; movilizar a “los nuestros” radicalizando posturas que nos aseguren su lealtad e incluso la de otros cercanos, pero insistir en atribuir esa radicalización al adversario, es generar crispación. Lo más grave es que se haga como estrategia. Y esto es atribuible a todos. Esté quien esté en el poder o la oposición.
Si todo esto ocurre con los actores principales ya solo falta difundir y extrapolar esa crispación por los medios de comunicación y por las redes sociales. Hay que implicar a más personas para que crean que esa es su forma de desahogarse, de provocar, de atacar y, en definitiva, de crear ira y odio. De buenas a primeras, aquello que concienzudamente nos han enseñado en casa: el respeto y la buena educación, pasan a convertirse en un lujo.
A la fuerza, nuestros representantes políticos tienen que hablar. Son demasiados los asuntos importantes que a todos nos afectan. Sanidad, Justicia, Memoria Histórica, Empleo, Educación, Vivienda, Medio Ambiente y muchos más etcéteras. La política tiene una dinámica que nos permite hacer lo que antaño era impensable. Quizá lo más adecuado es llegar a acuerdos sobre la gestión, siendo flexibles en los ideales. Rectificar si es necesario, que dicen es de sabios. De esta forma se podrá englobar al mayor número de personas.
En menos de un mes, conocidos los resultados de los próximos comicios, tendremos una nueva oportunidad de crear algo diferente. Avanzar en derechos y afianzar nuestra democracia. De nosotros depende que ello se lleve a cabo sin innecesaria y excesiva crispación.