El olor a gallinejas, para otros desagradable incluso su degustación, suponía en mí profunda satisfacción. Las gallinejas y los entresijos, para aquellos que no lo sepan y no lo hayan degustado, son las tripas fritas de distintos animales sobre todo cordero y gallina. De hecho, es de esta última de donde viene su nombre. Aún así, no se asusten. Desde hace ya mucho tiempo solo se utilizan en la cocina las del cordero y el cabrito lechal ¿Los entresijos? Prefiero que sea el lector quien indague más porque no quiero que abandone este artículo mucho antes de lo que lo hace habitualmente.
A partir de San Isidro, y durante todo el verano, recuerdo que mi tío Ángel arrastraba a buena parte de la familia a Casa Enriqueta. Mantel de papel. Comida tradicional y sencilla pero exquisita. Mollejas, zarajos, calamares o tortilla de patatas. Allí, en una de las refrescantes plazuelas de Madrid, al lado de la Parroquia de San Miguel Arcángel, en lo que es el inicio de la calle del General Ricardos, atravesando el Puente de Toledo y la Glorieta Marqués de Vadillo, ya dentro de Carabanchel, mi barrio.
Siempre me he considerado un ciudadano de barrio. Algo que por aquello tiempos lejanos existía y que ahora, salvo honrosas excepciones, como mucho se podría definir como ciudadano de urbanización. Por suerte, sigue habiendo todavía barrios. Yo disfruté de varios de ellos. Lo hice en compañía estrecha de la familia. Abuelas, tías, primas -léase también como género masculino- no necesitábamos de muchos días de por medio para encontrarnos, abrazarnos, siempre besarnos y … jugar junto con bromas y travesuras de por medio.
En Carabanchel Bajo, muy bajo, entre el Puente de Toledo y Acacias, me crie en la primera parte de mi infancia. Luego lo cambié por el Alto, me refiero al Carabanchel. El mismo que el de Manolito Gafotas. Desde mi casa, entiéndase la de mis padres, en Armengot, con un cierto esfuerzo subía corriendo la empinada calle de Sallabery. En ella, y menos mal que era a su inicio aunque después suavizaba la pendiente, vivía mi abuela Hermenegilda. Una mujerona de gran porte. Seria, muy seria, y vestida de negro pero que siempre tenía una caricia y un beso para mis mejillas.
Nunca los conté. No llegarían ni a cincuenta pasos continuando en subida por Sallaberry que, en el único portal que había en la primera a la izquierda, a la sazón Agustín Rodríguez Bonat, se encontraba la vivienda de mis abuelos, esta vez maternos: Macario y Juliana, eran sus nombres. Sería incansable para el lector reseñar la cantidad de peripecias, aventuras y experiencias vividas en ese bajo. Sin contar la celebración de las nochebuenas y el famoso badajo que mi tío Ángel creaba con una botella de La Casera, emulando a una vaca, o quizás a un toro, para deleite y risas de todos los chavales. Después seríamos más. Chavales y chavalas, digo, pues yo soy el mayor de los primos.
En verano, y generalmente en domingo, además de visitar a los abuelos madrugábamos para coger sitio en el complejo de las Piscinas de San Miguel, el más grande todo Madrid. Tenía su entrada principal por la calle de la Verdad. También por Belmonte de Tajo. Eran otros tiempos. De las cuatro piscinas existentes, una de ellas era de uso exclusivo femenino, admitiéndose como máximo a niños de hasta siete años. Las piscinas, con sus normas, eran propiedad de la organización católica Hermandades del Trabajo. Se clausuraron en 1.999. Ahora, con nuevas instalaciones, las gestiona una empresa privada. Muchos baños, aliviando el insufrible calor del verano madrileño, nos hemos dado allí.
De camino a casa de mis tíos podía parar, antes de llegar a Alejandro Sánchez, a recoger en una lechera metálica leche fresca recién ordeñada. Todavía existían las vaquerías. Todavía existía la nata. Ésta se creaba mágicamente en la cocción de la leche. Una nata que mi tía Lola siempre tenía reservada para mí, aunque esto sucedía en otro barrio: el de Usera.
Un pequeño taller de forja de mi tío Ángel se ubicaba en la misma Sallaberry. A él le debo mi gusto por este estilo artístico y artesanal, algo ya en extinción. Más allá de los pedidos más convencionales, como rejas, puertas, celosías y demás, mi tío siempre procuraba darle el toque personal con su adorno. Nunca fue rechazado por el cliente, aun cuando hubiese excedido sus deseos originales. “Pues queda bonito, Ángel”, a lo que él -quizá en falsa modestia- decía con su peculiar voz: “Pues claro, ya lo sabía”. Nada se le podía achacar al artista. El peculio gastado estaba … bien gastado.
Paco y Encarni, Luisa y José, Juanma y Concha, Alfonso y Tere, Mari y Ángel, Antonio y Paquita. Mis tíos y tías. Manola y Jenaro, mis padres. Y una artillería de chavalería. Se acerca San Isidro. Los recuerdos de familia se acumulan. Todavía escucho la voz del tío Ángel. ¡Venga, vamos! A Casa Enriqueta, a degustar gallinejas y entresijos.