Queda todavía mucho para la presentación de la próxima declaración de la renta, aunque muy poco para efectuar el pago del segundo plazo del ejercicio anterior. A saber, el 4 de noviembre. Día dedicado a San Carlos Borromeo, según el santoral. Y, si no lo saben, el patrón del sector de la bolsa, de los banqueros y bancarios, y que estos últimos -me refiero a los trabajadores- celebraban al menos con una comida de por medio, ¡que tiempos aquellos!, Ahora ni eso.
Más allá de disquisiciones sobre si utilizar la palabra impuesto, tasa o gravamen, si me conviene recordar su etimología que, compuesta por raíces latinas, significa: “tributo que pagan los que están dentro del país”. Que también, a veces, los de fuera ¡Venga, vale! Dejen ustedes de pensar en quien a buen seguro están pensando. O no. Bromas aparte, lo que si se hace obligatorio comprender es que, a lo largo de la historia, siempre se ha necesitado dinero para sufragar los gastos del Estado. Y todos y cada uno de nosotros, asumámoslo, además de contribuyentes, también somos gasto. Razón de más por la que se crearon los impuestos.
Nuestro principal impuesto, el del IRPF, es decir sobre las rentas de las personas físicas, proviene tan solo desde hace 44 años. En concreto desde 1978, y dentro de esos ya olvidados Pactos de la Moncloa. También el actual y polémico Impuesto sobre el Patrimonio. Lo más parecido a nuestro actual gran impuesto proviene de 1932, poco después de instaurarse la I República. Antes, en 1903, el conservador Raimundo Fernández Villaverde, intentó impulsarlo pero durante las posteriores tres décadas fue un poder y no querer. A punto estuvo de conseguirlo José Calvo Sotelo, en la dictadura de Miguel Primo de Rivera.
Con su entrada en vigor en 1933, un catalán, Jaume Carner, como ministro de Hacienda del primer gobierno de Manuel Azaña, consiguió implantarlo dentro del denominado “Bienio Progresista”. Hasta 100.000 pesetas era el mínimo exento anual, cifra considerablemente elevada para aquellos tiempos, y con un tipo de gravamen del 1 al 11%, que en este último caso se aplicaba a partir del primer millón, de pesetas. Un maestro ganaba, después de una importante subida en sus salarios que impulsó esa I República, del orden de 4.000 pesetas anuales.
Sin pretender buscar ningún paralelismo con la situación actual, con la llegada de la dictadura de Franco el impuesto de la renta se puede decir que desaparece, o mejor que queda en una situación muy marginal. Francisco Comín, catedrático de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Alcalá de Henares, destaca en uno de sus estudios que el régimen de Franco “decidió extraer menos recursos de la economía a través de los impuestos siguiendo una estrategia fiscal liberal”. También es el mismo catedrático el que aporta el siguiente dato: “en 1957, los ingresos del Estado representaban el 9,6% del PIB, cuando en el periodo republicano lo eran del 11,8%”.
Esta vez sí. Juanma Moreno, presidente de Andalucía, siguiendo el paralelismo liberal de Isabel Díaz Ayuso, ha decidido bonificar al 100%, que no suprimir, lo poco que quedaba -en cuanto a tributación real me refiero- del Impuesto de Patrimonio en nuestra Comunidad, en mi Comunidad fiscal. Ya anteriores gobiernos del PSOE lo redujeron a casi nada, en cuanto a número de contribuyentes a cotizar, colocando su mínimo en 700.000 euros sin contar el valor de la vivienda habitual.
Lo anterior afecta, dicen, a unas 19.000 personas, suponiendo una menor recaudación de ingresos de unos 95 millones de euros. A ello hay que añadirle otros 124 millones que se dejará de ingresar por una deflactación o rebaja en los tipos de gravamen de los primeros tramos, y los 140 millones que dicen supondrá la suspensión temporal, durante 2023, del canon del agua. En total 360 millones, que Juanma (el presidente no se molesta porque así se le llame), dice va a conseguir de catalanes, de vascos, de andaluces y otras raigambres que se vendrán a Andalucía a cotizar.
No lo duden, lectores. Juanma ya tiene preparadas una batería de medidas para sufragar el mayor coste en sanidad, en educación, en justicia y otros departamentos, que va a suponer el atender a todos esos ¡a ver, como los llamamos, inmigrantes del Estado! Que recalarán en nuestra Comunidad. Está todo calculado. Ya antes, que también es ahora, el déficit de recursos para atender esos servicios básicos eran, son, insuficientes. Con la llegada de inmigrantes (de los ricos, lo mismo que con los rusos) esto queda solucionado de un plumazo. Esto, según él, será el paraíso.
Bien es verdad que nuestra Constitución y organigrama fiscal cede la gestión de ciertos impuestos a las Comunidades Autónomas. Pero, cuando en Europa se tiende a una armonización fiscal que evite “paraísos fiscales” como ocurre en Irlanda, Holanda, Luxemburgo, Mónaco, Malta y algún otro que se me olvida; cuando lo que creamos es un “dumping” competitivo e injusto en el disfrute de los servicios mínimos, básicos e indispensables de los ciudadanos; entonces es cuando el paraíso se encuentra más inalcanzable.
De siempre me ha parecido injusto el Impuesto sobre el Patrimonio, tal y como está enfocado en nuestro país. De hecho, somos el único país de la UE que lo mantiene. Y queremos seguir siendo Europa. Eso no quita, como ocurre también en otros países, a que los que mas tienen colaboren más. Se llame impuesto a la riqueza o se llame como se llame.
A pesar de las competencias de cada uno -eso también entra en lo que puede ser una configuración de estado federal- hay que tener mucho cuidado en no crear ciudadanos de primera o de segunda según donde residas. Esto no va de reclamo para entrar en el paraíso. Y hay que tener mucho cuidado en ello. El despotismo ilustrado sostenía: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Las constituciones modernas y democráticas proclaman -y en ello también entra la Hacienda Pública- “todo sea para el pueblo, y con el pueblo”. Paraíso para todos, no para el que pueda pagárselo.