La ciudad del papel cuché

Vaya por delante, y que conste en acta, señoría. No solo es en España donde se leen las publicaciones que nos avanzan la crónica social, las veleidades de los y las famosas, las casas y vestidos de ensueño que podías tener pero que solo tienen los príncipes, duques, reinas y demás frikis. Aquí tenemos muchas peluquerías, consultorios dentales y salas de espera -sobre todo salas de espera, que ahora son virtuales-, pero en el extranjero también hay revistas de papel cuché. Algunas serias, no crean. 

Y cuando uno las lee -creyendo lo que lee- asimila que esa ciudad donde periquita pasa sus vacaciones; en una playa formidable y sin nadie al lado, con un vestidito blanco a lucir en la fiesta de ensueño o con la pajarita de gala en la benéfica fiesta (que viene de “beneficus”, es decir que hace el bien; que no de beneficio que ya le veo venir), pues se cree que todo eso sucede de verdad y con normalidad en esa localidad paraíso.

A mí me ocurrió hace ya muchos años cuando visité por primera vez la ciudad donde resido: Marbella. Y claro, el chasco fue tremendo. El primero, y grande, fue comprobar esa maravillosa “Milla de Oro”. Las revistas no paraban de mencionarla ¿será como los Champes Elysees de París?, o ¿parecido a la calle Serrano, en Madrid?, o ¿puede que como la avenida Jean Medecin, de Niza? La respuesta, para los que conozcan Marbella, es triste. Para los que todavía no nos hayan visitado, mejor pasamos al siguiente turno: un paseo por Puerto Banús, donde además de ver yates y esas cosas, pasearás, comerás pipas, y te quedarás con las ganas del bolsito de Louis Vuitton, que es muy parecido al que te venden en el top manta (y encima les persiguen por no elevar la inflación).

Es tal el nivel de confianza que nuestras autoridades locales tienen en el papel cuché que nada hacen por modificar este punto de vista de las revistas. Aquí puedes seguir cenando con el Rey -no el de ahora; el de antes, el … - en plena Plaza de los Naranjos. En una mesita de un restaurante exactamente a pie de pedestal de su estatua. Tal cual.

Aquí, puedes bañarte en la céntrica playa del Faro, junto a un manantial de agua dulce que sale sobre la misma orilla del mar. He dicho sobre la misma orilla. ¡Cuidado, no des un paso más! Estarás ya literalmente pisando el hormigón de la tubería general de saneamiento (de todo tipo, ya me entienden) que estalló hace poco y que recorre longitudinalmente buena parte … de la playa. Y ahora se quejan que el Gobierno de la nación quiera solucionar este desaguisado.

Aquí, y han pasado ya muchos años de la época del infausto Gil (votantes que por pura matemática son ahora del Partido Popular), no se tiene un modelo de ciudad claro. Un modelo de ciudad, consensuado entre todos, que abra miradas a locales y visitantes hacia otros aspectos más allá que los del papel cuché. Está muy bien un espeto de sardinas ¡claro que sí!, pero no una invasión de chiringuitos, restaurantes, hamacas y clubes de playa (ya les advertí sobre el opio y otras sustancias) que asfixian a la ciudad. Hablando de asfixiar. Un modelo de ciudad en el que cuya vida útil sea superior a la vida útil de los árboles que poda nuestra alcaldesa. Y, que también figure en acta, señoría, la tontería de la “vida útil” de un árbol lo ha dicho ella.

Un modelo de ciudad abierto al mar, a nuestras tradiciones, en paralelo a nuestra costa y mirando a la montaña, a nuestra querida Concha. Un modelo de ciudad donde el apartado de negocio de ocio y gastronómico sea respetuoso y ejemplar. Un modelo de ciudad que, en primer lugar, tenga un símbolo que la identifique sin menoscabar que pueda haber más.

No sé si es la Torre del Cable; no sé si es la estatua de la Venus. Si es la primera, ya está bien para su definitiva restauración y regeneración. Si es la segunda ¡por dios, por dignidad!, demuelan de inmediato el bodrio de instalación y hagan algo a la altura de la ciudad. Ya está bien de seguir alimentando una ciudad de papel cuché.