Hay ocasiones -cada vez son demasiadas- en las que hay que decir: basta, ya está bien. Y siempre con signo de admiración. No todo vale, ni siquiera tomándoselo a broma. Y es que, en nuestro país, y que quieren que les diga, más por aquí, por el sur, somos muy dados a la guasa. Pero no. Una cosa es una guasa bien entendida y otra es, desde un altavoz público como es la columna de un veterano periódico, alentar a la misoginia. Les advierto: leerán este término más veces.
Desde el pasado día 26 de junio el Gobierno Central tomó la decisión de suprimir la obligatoriedad para continuar llevando la mascarilla en determinados espacios, y siempre que se guarde la “distancia social”. Como todo lo que hace el Gobierno -que para algunos haga lo que haga siempre estará mal- la medida ha mostrado de inmediato su crítica y rechazo. No dudo que haya razones lógicas para ello. Plagio el mensaje de ayer de un buen amigo. “La crítica nos recuerda que no le podemos gustar a todo el mundo, y lo que hacemos, tampoco.”
En tiempos no muy pasados, más allá de cuestiones políticas, de guerras partidistas, de ensayos sobre el acierto-error, dijese el Gobierno lo que dijese había algo que nos unía a todos: los naturales sentimientos y expresiones. Eran tiempos muy duros. Éramos muchos los que afirmábamos -creo que con razón- que las sonrisas habían desaparecido. Todo por culpa de las mascarillas. Por lo menos en parte.
La sonrisa era -por suerte de nuevo es y será- una forma de comunicación. Incluso cuando un periodista le hace una pregunta incómoda a un político, la mejor respuesta puede ser una sonrisa. Con mayor o menor amplitud. Basta una mueca. Pero todo esto, claro está, sin el obstáculo de la mascarilla.
La boca, incluso sin pronunciar palabra, nos puede decir como nos encontramos, y también como creemos ver a los demás. No son simples gestos. Los ojos irradian también el estado de ánimo de una persona. Pero, por mucho que se empeñen los ojos y aunque salga una nueva carrera universitaria de cómo hacerlo, es imposible sustituir la eficacia de una sonrisa.
Leo un artículo publicado en ABC de un tonto ilustre. Lo más ilustre que tiene es su apellido: Burgos. A la sazón Antonio. “Mascarillas para las feas”, lo titula. La mitad de su columna lo es -en su justo derecho de opinión- para realizar una velada crítica a la decisión del gobierno sobre esa decisión de “retirada de mascarillas”. También critica sus consecuencias. Aunque, ya de paso, mezclando churras con merinas azuza con los indultos, la luz y poco le falta hacerlo con la verbena de la Paloma. Tan muy sevillano que es él y no se atreve a meterse con la Feria de Abril. Pero hasta aquí nada que reprochar. Más allá de la discrepancia está la libertad de opinión de este Hijo Predilecto de Andalucía. Te guste más o te guste menos.
Y es que el tal Burgos, Antonio, adalid de la belleza masculina -sin entrar en más detalles- tiene la desfachatez de introducir en la otra mitad de su repugnante artículo frases tan literales como estas: “No me digan que la mascarilla no ha favorecido a las señoras y a las chavalas feas como Picio”. El misógino no se queda a gusto cuando añade que estuvo por decirle a alguna: “Hija, con esa boca, esa nariz y ese mentón tan feos que tienes, no deberías quitarte la mascarilla nunca. Estás guapísima con ella”. ¡Será hijoputa!, el hijo predilecto (nótese que con minúsculas), que se dice coloquialmente por aquí, por Andalucía, por su tierra.
En una semana donde se celebran actos y mensajes de tolerancia para los colectivos LGTBI; donde la identidad moral debiera ser la identidad de los valores; donde trabajar la tolerancia es también ponerse en la cabeza del otro, más si es tu adversario; en estas fechas la misógina sonrisa de este tonto, nada ilustre ni predilecto, no merece más que repulsa e indignación entre personas con una mínima sensibilidad y sin ganas de hacer daño.
“… es que ha comprendido que embozada, con esos ojos, estará guapísima y sin la FFP2 es un horror de fea.”, termina su columna. Le he estado dando vueltas a como terminar la mía. Al final, seré más elegante. Tu madre, Burgos, estoy convencido que es una gran señora. Y con una bonita sonrisa, más allá de lo que digan sus “ojos de copla sobre Romero de Torres”. Te has lucido, hijo preferido por amor o afecto especial.