Prefiero que me lean. Les podría contar todo esto por teléfono. En una llamada. Pero no quiero causarles ni estrés, ni ansiedad. Tampoco la más mínima inquietud. Ya sé que no todos ustedes lectores se encuentran en esa edad que se cataloga de joven. Aunque si hablamos de catalogaciones mejor sería decir que no son millennials, baby bombers o generación Z. Seguro que me dejo otras categorías pero me tienen que disculpar. Ya saben. Es por la edad.
He leído hace poco parte de un estudio, “Generación muda. Por qué los millennials no cogen el teléfono”, realizado entre 1.200 jóvenes estadounidenses y donde se intentaba conocer cuales eran las actitudes de esos jóvenes al recibir llamadas de teléfono. Las convencionales. Las de toda la vida.
Como no quería quedarme solo con una foto de una sociedad tan distinta a la nuestra -la estadounidense versus la hispánica- me asomé a una sección de “La Ventana”, en la SER, donde tres jóvenes colaboradores del programa explicaban su visión acerca de este tema como si de un experimento intergeneracional se tratase. Y, para más inri, en la mañana de este domingo pasado, en “A vivir que son dos días”, también en la SER y dirigido por mi admirado Javier del Pino, se ha tratado de nuevo el tema con alguna que otra interesante entrevista de calle. En directo. La entrevista y el programa.
Nuestros jóvenes no necesitan hablar por teléfono. Más que no lo necesiten es que no lo entienden. Una llamada de teléfono les produce ansiedad, incluso miedo. La incertidumbre de no controlar el de quien será la llamada -caso de no tenerlo en contactos- y sobre todo que es lo que me van a contar, les hace desconfiar. “Seguro que quien me llama tiene más necesidad que yo. Por tanto, por qué perder mi tiempo si no tengo necesidad”, es una de las respuestas de la encuesta aludida y que el profesor colaborador de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universidad Oberta de Catalunya, Enric Soler, ha recogido en otro interesante artículo.
Aplicaciones como WhatsApp o Messenger resultan mucho más fáciles de manejar por nuestros jóvenes, también menos intrusivas a su parecer, que apretar un simple botón de aceptación de llamada y … hablar. Ya no se trata de un miedo escénico para hablar en público. No. Se trata de hablar por teléfono. Con tus padres, familiares, incluso amigos. Pero, la denominación de “generación muda” no lo es por esta falta de comunicación. Lo es por esa aversión a dar respuesta a esa llamada.
Las excusas, de aquellos que no sueltan el teléfono de su mano ni siquiera en el cuarto de baño en sus necesidades íntimas, son verdaderas perogrulladas: “no lo escuchaba”, “estaba en silencio”, “me faltaba batería y se apagó”. Pero si les envías un mensaje por cualquier aplicación, súbitamente, el teléfono revivirá y, por fin, la ansiedad habrá llegado a su fin. “Es más fácil y cómodo”, relatan ellos. “Puedo eliminar mi mensaje, mi nota de voz, mi …, si no me gusta”. Se prefiere escribir palabras entrecortadas con “k”, con “xq”, que en algunos casos parecen verdaderos jeroglíficos que dar la cara, que escuchar a tu interlocutor, que dirigirse a él, aunque sea con un “hola, tío o tía”, y no porque sea su familiar.
Es evidente que la forma de comunicación entre nosotros ha cambiado de manera sustancial en muy poco tiempo. Lo sigue y seguirá haciendo. Pero si la utilización o no de estas nuevas formas lo que hacen es poner en evidencia a nuestros jóvenes como prueba de un déficit de habilidades, de complejos, de respuestas inteligentes ante nuevos retos, de miedos, angustias y ansiedades; si es así, estamos perdiendo el tiempo. Su tiempo y el nuestro.
Coincido con Enrique Echeburua, catedrático emérito de Psicología Clínica de la Universidad Popular de Valencia cuando realiza esta advertencia: “La adicción a las redes sociales entre nuestros jóvenes está provocando una epidemia silenciosa”. Y entre los no jóvenes también.