Pagando los muertos

18/02/2021
Se aprende mucho escuchando a nuestros mayores, más de lo que parece. A mí me gusta practicarlo porque, ténganlo en cuenta, es cuestión de práctica. Lo hacía recientemente, y no hay que irse más allá de la pasada semana, con una jubilada de 76 años. Eso me dijo sin yo caer en la tentación de preguntárselo ni tampoco en el detalle de la mala educación. Ella, en su clarividente confesión, me susurró que todavía era esposa, por supuesto madre, y orgullosa abuela que también bisabuela. Vamos, una persona de esas que llaman “mayor de edad” y que otros les dan una calificación más grosera, que yo aquí no pienso mencionar. 

Era esta una conversación plácida, refugiados en la sutil sombra que nos proporcionaba un incipiente árbol del Parque de la Constitución, uno de los parques más bonitos y queridos de mi ciudad: Marbella. Los turnos de palabra eran más bien escasos a mi favor sucediéndose con el mayor de los respetos. Es verdad que era una conversación, pero me interesaba más escuchar que intervenir. Sobre todo, fijaba mi admiración en la escasa retórica de su contenido. Era directa. Sin ambages.

La SEÑORA Adela -discúlpenme que utilice las mayúsculas, pero con sinceridad creo se las merece- me comentaba que junto a su marido, de nuevo, habían vuelto a ser un soporte fundamental de la familia. En lo emocional y en lo económico, máxime en todo lo relacionado al sustento. “Este bicho está haciendo mucho daño, hijo”.

Dos muy escasas pensiones -una de ellas mínima, la de Adela por su grado de discapacidad reconocido- quedaban bastante mermadas en cuantía una vez que se afrontan los gastos de sencillas viandas, de la luz, del agua y los mínimos indispensables. A lo anterior, Adela y su marido debían añadir una circunstancia muy especial: la ayuda de trescientos euros mensuales para uno de sus dos hijos que se encontraba en situación de paro prolongado. Pero para ella, tan importante como lo anterior, eran otros dos gastos. Los pequeños regalos de cumpleaños para sus nietos y biznietos. “Son niños -me dice- y ellos no tienen la culpa de nada, y también… pagar los muertos”.

Nunca dejará de sorprenderme esta actitud, lo reconozco, a pesar que forma parte de esa “otra” intimidad de las personas y de la que poco se habla: el derecho a morir dignamente. Sin embargo, la señora Adela me desconcertó con una simple argumentación que desde este mismo momento aplaudo. “Esto no debiera pagarlo yo, ni nadie, si también estuviese cubierto por la Seguridad Social. Mira hijo -continuó Adela-, el mayor derecho y reconocimiento que puede tener una persona, ya mayor como yo, es tener la seguridad que vas a ser enterrada dignamente. Y para asegurarlo sin poner cargas a los demás me lo tendré que pagar”.

Pero, señora Adela -intervine yo. La Seguridad Social ¿por qué?, si ya casi no llega para pagar las pensiones. Tampoco quise que la conversación derivara a como ese Fondo de Reserva de la Seguridad Social creado por Aznar en el año 2000, y que dejó con doce mil millones al final del 2003, pasando hasta casi 67000 en el año 2011, fin de la legislatura de Zapatero, quedase casi desmantelado por los gobiernos de Rajoy a finales de 2017 con tan solo ocho mil millones. Y que para tirar de ello nada más acceder al Gobierno, pues el Pacto de Toledo no se lo permitía, se hiciese un decretazo.

La señora Adela tenía muy clara su postura y contestación. “Pues muy sencillo, hijo. Los dineros hay que gastarlos para el disfrute de las personas en vida, estoy de acuerdo. Pero también es verdad que cuando nacemos la Seguridad Social te cubre esa asistencia sin distinción de la persona, ni de su poder adquisitivo. Entonces ¿por qué no hacerlo igual cuando morimos? Yo no necesito lujos, ni carromatos ni salvas de honor. Solo necesito, porque lamentablemente es de imperiosa necesidad, ayudar más a mi hijo; a mis nietos y bisnietos por sus cumpleaños. A mi familia. Poco es lo que pido para mí. Tan solo ahorrarme ese gasto, o que nadie de la familia tenga que hacerlo. Solo quiero … no pagar los muertos”.

Quiero encontrarme con mayor asiduidad con la sombra de ese banco en el parque. Buscaré a la señora Adela para, con todo mi respeto y cariño, solicitarle permiso para darle dos besos en sus mejillas. Ansiaré que quede lejos ese momento en el que ya no podamos conversar. Ella, ni nadie, se merece tener que pagar los muertos.
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