Mi querido amigo Javier Soto Portella me comparte una frase de Carl Gustav Jung que resulta muy apropiada para lo que pretendo que leáis. Dice así: “Pensar es difícil, por eso es que la mayoría de la gente prefiere juzgar”.
La carta reposaba plácidamente sobre el alféizar de la ventana. No fue necesario extenderse mucho en su lectura. Después de una necesaria pero breve introducción lo descrito era absolutamente elocuente. En el fondo era conocedor de la intención de la misma, ya que muchas habían sido las jornadas sobre el mismo tema de conversación. Aún así el sentimiento de rabia era superior al de la tristeza.
De todas formas Julio avisó inmediatamente al notario, en cumplimiento del pacto acordado, y dio gracias a que el descubrimiento de la misiva lo hiciese conjuntamente con la enfermera jefe, pues ambos habían entrado a la habitación al mismo tiempo. A él, consecuencia de las secuelas del accidente, le era imposible realizarlo solo.
Faltaban pocos meses para que se cumpliesen diez años del accidente. Poco recordaba del mismo dado el alto grado de alcohol que su cuerpo transportaba, salvo que lo fue a la vuelta de la celebración de su fiesta de graduación. La llamada al domicilio familiar, ya una vez en el hospital, tuvo una respuesta trágica. Sus padres, asustados por la noticia, no dieron ninguna importancia al parte meteorológico y emprendieron una marcha, tan rauda como imprudente, hacia el origen de la llamada. Sus cuerpos y parte de su mente llegaron al mismo hospital horas más tarde.
En todos esos diez años, ambos ocuparon la misma habitación. Por su expreso deseo, salvo cuando era necesario para las labores de higiene u otras asistenciales, las camas se encontraban unidas como si del lecho conyugal se tratase. Las lesiones en el cerebro habían cercenado toda comunicación con el exterior, salvo la de emitir lágrimas por sus ya envejecidos ojos. También se mantenía el movimiento lento y parsimonioso de dos de los dedos de una de las manos, en el caso de él, y solo uno, el meñique, en el de su esposa. Los médicos habían comprobado, en ambos casos, que eran capaces de escuchar y comprender todo lo que se les proponía. En consecuencia, eran lúcidos.
Por medio de un sofisticado sistema de pantallas los hábiles dedos manejaban una especie de ratón de ordenador por el que se comunicaban con Julio y los doctores. Julio, pacientemente y no por culpa del sistema, aguardaba el tiempo necesario para que los dedos de sus padres completasen las frases que daban paso a su única preocupación. Querían que su hijo, a pesar de las graves secuelas que seguían siendo evidentes para su visión, pudiese rehacer su vida sin que ellos fueran impedimento alguno.
Para ello, con la disconformidad de buena parte de los doctores y las al principio y durante mucho tiempo serias dudas de su hijo, era necesaria la aceptación de sus deseos. Todos los informes, incluso los de los galenos especialistas provenientes del extranjero, eran concordantes: la situación de ambos cónyuges era irreversible.
Los padres de Julio se preguntaban, ¿por qué esperar más? ¿qué clase de vida era la que disfrutaban? Se sentían muertos y querían romper con esa hipócrita moralidad de lo que representa la vida. ¿Cuándo estaremos más muertos que ahora?, se preguntaban diariamente. En este momento podemos hablar de la muerte en vida. Solo nosotros, no ustedes doctores, les suplicaban a ellos en su continua alocución diaria, lo conocemos. Ustedes, si eso es posible, podrán hablar de la vida una vez nosotros muertos. Si acaso tienen alguna duda de que esto último, por irracional, sea posible, dejen que seamos nosotros los que lo experimentemos ¡Déjennos morir, por favor!
El notario llegó y, junto a Julio y la enfermera responsable, corroboró la muerte de la pareja así como el contenido de la carta. La policía y el juez instructor no consiguieron otras pruebas definitivas de cómo se había llegado a ese último extremo. Julio, siempre acompañado de una silla de ruedas y otras asistencias complementarias, rehízo su vida. Nunca podrá expulsar de su corazón el ingrato recuerdo de su graduación. Todos y cada uno de los días, en la misma pantalla y con el mismo ratón de ordenador que sus padres usaron, tomándose el mismo tiempo que ellos entabla una libre e íntima conversación con sus padres.
Licencia del autor. Escribí este breve relato allá por noviembre del 2009. Mis pensamientos, entonces y ahora, quieren estar al lado de quienes se sienten muertos en vida; también de sus familiares. Todos desean tener en libertad una íntima conversación. Desde la pasada semana en nuestro país, por ley y bajo un gran respeto a esa libre decisión de cada uno, esto ya será posible. Ya lo decía José Luis Sampedro: “Tenemos el deber de buscar la libertad”.