Acostumbro a cumplir con mi palabra. Me enseñaron a ello ya desde niño y por ende en el ámbito familiar. Me enseñaron y educaron. Esos valores esenciales se enseñan. Se enseñan con el ejemplo en este caso de mis padres, de ambos; se educan al hacerlos de forma intrínseca y por supuesto expandirlos a tus congéneres, entiéndase a mis hijos, aunque ahora de vez en cuando también me empeñe hacerlo con mis nietos.
No llega a ser necesario ese escupitajo en la mano para, con un fuerte apretón de manos, pactar o llegar a un acuerdo. Tampoco la infantil promesa de sangre. No. El pacto, la obligación, estaba -mejor diría está- en mi palabra. Es mi compromiso. Es mi garantía. Es mi valor. Y eso más allá de situaciones, de cargos o responsabilidades. Lo repetiré de nuevo: una persona vale lo que vale su palabra.
Supongo que no seré el único que se haya sentido defraudado cuando alguien ha incumplido la palabra dada. Seguro que esa sensación es más dolosa si procede de alguien cercano; de alguien a quien aprecias, a quien tienes en cierta consideración. O alguien con el que simpatizas, que te atrae o, sin conocerle personalmente, te sientes identificado de alguna forma. Aunque, la verdad, tampoco son necesarias todas esas condiciones para sentirte defraudado.
Me pregunto en que tipo de responsabilidad puede incurrir una persona, un ciudadano, al no cumplir con una promesa. Una promesa escrita. Y, por supuesto, lo extiendo también a la de un político. Siendo lego en la materia recurrí a ese espacio mágico de internet. Y, mira por donde, ¡cataplún!, solo encontré una respuesta: Si como mayor de edad has hecho una promesa cierta de matrimonio, que incumples sin causa, tendrás la obligación de resarcir a la otra parte de los gastos hechos y las obligaciones contraídas en consideración al matrimonio prometido.
Mi gozo en un pozo. Pensaba que el político, además de ciudadano, no es alguien cualquiera. Pensaba que tenía una responsabilidad social, no tan solo de sus actos sino de lo que dice, de lo que escribe y se compromete en el programa electoral de su partido, de lo que reiteradamente promete. De todo aquello que -a sabiendas que no va a suceder- lo proclama como el que se vanagloria del oso sin haberlo cazado.
Promesas que se suceden según los acontecimientos en el transcurso de su mandato; al albur de la oportunidad; para alejar el punto de atención sobre otras cuestiones; para atacar o reprochar al contrincante; para hacer sonreír y aplaudir a sus correligionarios. Promesas gratis. Promesas fatuas.
Ocurre en Andalucía. Sucede en Marbella, la ciudad en la que resido. Estoy convencido que en más lugares. A estas alturas de mi vida ya sé que no podré acudir al artículo 45 del Código Civil para pedir responsabilidad. No pretendo que mi regidora me solicite matrimonio. Yo, ya soy feliz.
Pretendo que ella, y quienes así actúan, dejen de prometer lo que ni de lejos tienen conseguido. Pretendo que se diga la verdad. Pretendo que sienta orgullo al hacer suya la frase: una persona vale lo que vale su palabra. Si no es así, déjenme los lectores que añada: no hay mayor fraude que una promesa incumplida.