Hace poco tiempo llamó mi atención una sentencia atribuida al escritor italiano Cesare Pavese, que rápidamente anoté en mi cuaderno de bitácora, emulando ser un buen marino. Hoy la rescato por apropiada, creo yo, para dar comienzo a este artículo. Decía Pavese: “Viajar te obliga a confiar en extraños y a perder de vista todo lo que te resulta familiar y confortable. Nada es tuyo excepto lo más esencial: el aire, las horas de descanso, el mar, el cielo, los sueños; todo lo eterno o lo que imaginamos como tal”.
Son tales las ganas de emprender nuevas aventuras que ni siquiera le prestamos importancia a con quien hacerlo, extraño o no. Mark Twain nos puede parecer más radical cuando menciona: “He llegado a la conclusión que la forma más segura para descubrir si ciertas personas te agradan o las odias es viajar con ellas”. Ya solo de este apartado, el de la compañía, daría abasto para más de un artículo sin tener por qué ser hiriente con nadie. El caso es que tener que decidir en el viaje buscando la confianza en extraños o hacerlo para descubrir el odio que puedas sentir hacia tus acompañantes ya, de entrada, resulta un poco estresante.
Llevamos unos meses, demasiados, en que se hace muy difícil realizar o programar un viaje. Las regulaciones y condiciones sanitarias consecuencia de la pandemia mundial que padecemos han creado, más que lógicos obstáculos, verdaderos muros que impiden cumplir nuestros sueños. Sin embargo, nosotros mismos nos hemos creado una necesidad imperiosa. Queremos seguir vivos. Sentirnos vivos. Al viajar no queremos escapar de la vida, sino por contra evitar que la vida se nos escape. Y es que el viaje, más allá de otras consideraciones, es un sueño que uno solo puede hacer realidad.
Parece evidente que, sin trasladarnos a grandes y alejados destinos, solo o acompañado, incluso sin moverse de tu propio lugar de origen, aunque en este último caso pueda resultar menos gratificante, precisamos de la necesidad ineludible de aliviar nuestras mentes; de alejar lo cotidiano de nuestra vista; de experimentar nuevas brisas en el rostro. Se nos hace obligado romper con la monotonía diaria. Hay algo que nos está carcomiendo por dentro. Se anquilosan nuestros huesos y es más que evidente el hueco formado en nuestro sillón que se ajusta perfectamente a nuestras posaderas.
Un pasaporte sanitario; una vacuna, o dos, o más; un test de antígenos; una orden de abrir y después cerrar una frontera, un territorio. La lucha con la agencia de viajes, la compañía terrestre, aérea o marítima, la de seguros, el hotel. Tu reserva ya no sirve. El vencimiento de un bono de viaje, no del Estado. Un sueño frustrado. Dudas entre demorar o aplazar sine die. Y el agente, el de viaje, insistiendo. No sé por qué insiste. Tampoco tiene una bola de cristal.
Estoy apenado por escribir esto. Lo más airoso hubiese sido escribir sobre Toni Cantó. De sus viajes por aquí y por allá. Confiando en extraños, según Pavese, o descubriendo a quien odias, según Twain. No lo desecho. Aunque de teatro y teatreros ya hablaremos otro día. La vida es sueño y los sueños, sueños son. No sé ustedes, pero yo hago mío una parte del monólogo de Segismundo: “… Y si haremos, pues estamos en mundo tan singular, que el vivir sólo es soñar; y la experiencia me enseña, que el hombre que vive, sueña lo que es, hasta despertar.” Y vivo por mi sueño, despierto con él: el de mi próximo viaje.