Llega el estío, cuando las sombras se alargan perezosas sobre la playa y hacen que los atardeceres parezcan eternos, con esa cualidad imposible de adecuar el tiempo al estado laxo del espíritu.
Ese instante que precede a la noche es el reverso calmo del bullanguerío que traerá la nocturnidad y la alevosía o del tráfago, del ir y venir, de los mediodías atestados.
Todo es verano, el calor húmedo, el sol en alto, las sombras duras, la cal refulgente en las paredes, las playas concurridas, el tiempo que parezca discurrir más despacio.
Y en estos mimbres de veranos sureños se revelan las visitas como un gotero permanente durante el verano. Esas gentes que provienen de otras latitudes, casi todos septentrionales en nuestro caso, y que ocupan el hogar de uno con sus cariños, querencias y quereres. Y que nos sitúan a las personas que vivimos en estas latitudes en una suerte de posada estival, un centro de acogida veraniego, por el que transitan tantas miradas y tantos abrazos que podrían abarcar una vida.
Y a los que acogemos en nuestra casa y que nos traen un fragmento de vacaciones que nos salva de los tiempos y quehaceres propios del trabajo, se suman aquellos y aquellas que aterrizan en lares cercanos y a los que visitamos y que nos visitan en querencias de ida y vuelta.
Abrimos las puertas del hogar para esos exiliados de veranos menos benignos, que tienen en el sol y la playa el ideal de vacaciones estivales y a los que descubrimos en muchas ocasiones el placer de la tumbona, el sabor de los espetos, el perfume de las brasas al borde del mar, los baños en la anochecida, la sandía en el rebalaje o el laberinto propio del Casco Antiguo de nuestra ciudad.
Sé que en el mismo caso que el nuestro se encuentran otros cicerones que alojan y abrazan y acogen a esos migrantes que anhelan robar un poco de sol a su cielo, más plúmbeo que radiante.
Somos familia de acogida, de buen gusto. ¡Os esperamos, con anhelo y los brazos abiertos!