El consuelo único que le queda a mi alma veranófoba es ese mantra repetido aquí cada estío desde hace un buen puñado de años: A las ocho en La Bajadilla. Un mantra que me repito a mí mismo y a toda aquella persona que quiera escuchar. No es un antídoto perfecto contra los excesos veraniegos, pero sin duda obra en mí un reposo inconcebible de cualquier otro modo.
Ocho de la tarde en la Bajadilla, el sol se esconde tras la terraza del Hotel Amare, una bruma de salitre y arena pulveriza el aire y algunos niños juegan a la pelota algo más allá de mi república tácita de silla, sombrilla y toalla. Llega la música lejana de los musculados calisténicos y aún despejan algunos tiros un grupo de chicas en las redes de volley. La mayoría de familias han recogido ya los enseres, algunas otras aún se refocilan un tanto sentadas en sus sillas, camisetas puestas, la última cerveza fresca en la mano. Me gusta acercarme a la orilla, mirar hacia poniente, ver como la luz se transforma poco a poco, asistir al instante mismo en el que prenden las farolas del paseo marítimo. Alguien corre hacia el agua a lo lejos y salpica surtidores de espuma entre risas y vítores y gritos. Sonrío.
Antonia y Daniela y en ocasiones Juana o Miriam o Nacho o Javi nos acompañan en este tránsito playero de la noche al día. Charlamos, nos bañamos sin prisa, los críos juegan en el rebalaje o pegan la oreja a lo que contamos los adultos. Abrimos algún túper del que aparecen tortilla de “papas” (con cebolla, por supuesto), filetes “empanaos” y algún clásico imprescindible más. Y allí montamos la merienda cena, al albur de la noche que llega.
Es cierto que me permito un par de minutos de introspección (o de ensoñación, no sé bien) y miro el horizonte, a veces despejado, otras teñido de calima, algunos barcos que aproan la bocana del puerto, las luces que espejean en el horizonte. Respiro hondo, profundo, lleno los pulmones, la pituitaria de ese perfume intenso a sal y a algas que rezuma de la orilla. Y por un instante, solo por un instante, logro olvidarme de todo.
Esa cita, a las ocho en La Bajadilla, obra esos milagros cotidianos que nos permiten la cordura, el alivio contra la desazón, la conjura frente a la incertidumbre. Mucho más en un veranófobo declarado como un servidor.