Y sí, fue ayer, a las ocho en La Bajadilla, en un ritual que se cumple con meticulosa puntualidad cada verano asfixiante en la Costa del Sol.
Sentir como el sol pierde fuerza tras el horizonte y la noche de luna roja comienza a señorear en el cielo, justo en ese instante, zambullirse en el agua cristalina, casi límpida, con dos, tres cuatro bañistas más en el agua. Inspirar hondo, muy hondo.
Notar como el frescor del mar cubre los tobillos, las rodillas, la cintura, el pecho, la cabeza… Y casi se puede escuchar el crepitar de la piel ardiente al entrar en contacto con el agua. Y con ese atemperamiento del cuerpo parece también atemperarse un tanto el espíritu… Aflojar, soltar, soltar…
Incluso en los días más largos, esa zambullida resulta un sortilegio. Conjuro capaz de activar esas partes olvidadas de tu mente, de ayudarte a reconectar con la vida a base de dermis.
Me sumerjo, cierro los ojos, permanezco un rato ahí, rodeado de los sonidos amortiguados. Cuando salgo de nuevo, la luz es algo más tenue que antes, el cielo un tanto más oscuro. Ya no quedan bañistas en el agua. Dos niños se secan rápido en la orilla. El mar se vuelve negro, la luna, cada vez más roja.
A las ocho en La Bajadilla es una de nuestras citas ineludibles. Una cita con el verano para los veranófobos como un servidor, una cita con la vida, una cita que deja lo urgente a un lado para centrarse en lo importante, una cita que te saca del tráfago de las rutinas laborales para situarte en un punto mejor en el mundo, un punto que te permite ver las cosas de diferente manera.
Es el poder del mar y el poder del atardecer, de sus aromas y perfumes, del salitre y las brasas de los espeteros, de la crema para el sol y de cierto recuerdo de algas olvidadas, del rumor de los barcos que entran y salen por la bocana del puerto, de las luces parpadeantes de una ciudad que parece rendirse a la evidencia de lo realmente hermoso, de la proximidad del continente africano al alcance de la mano.
Es probable que hoy o mañana, pasado, me encuentres allí, a las ocho en La Bajadilla, tantas veces acompañado por una gitana vikinga y una marbellera de la calle Ancha, o quizá por Miriam o Nacho o Javitxu, o Juana oteando desde El Varadero. A las ocho en La Bajadilla.