Amor

19/02/2020
Más allá de lo que los incrédulos propugnan a voz en cuello, aquellos y aquellas que lo maldicen como un invento surgido de las pérfidas mentes del Club Bilderberg, o de las entrañas mismas de El Corte Inglés, más allá de los escépticos, los cínicos, los sarcásticos, descreídos, el amor es lo que mueve el mundo, así lo vaticinaba Kirmen Uribe en su novela del mismo título, “Lo que mueve el mundo” y un servidor es ferviente defensor de esta teoría que ha vivido desde la adolescencia en carne propia como un animal tibio y agazapado. 

El viernes pasado, 14 de febrero, ajeno a las voluntades de Daniela y Antonia, al regresar a casa después de intensas jornadas de vida y de trabajo, ambas dos muy ufanas, me pusieron una venda en los ojos, me montaron en el ascensor y me subieron hasta la séptima planta del edificio en el que vivimos. Accedimos a la terraza comunitaria a trancas y barrancas y una vez en aquella altura, la brisa acariciando la piel, me destrabaron de mi antifaz para dejarme descubrir por mí mismo el mejor regalo de San Valentín que nunca nadie antes me había hecho.

Me regalaron un skyline, una línea de horizonte a levante y a poniente, el dibujo de una ciudad abrazada por la montaña y por el mar, una urbe ruidosa allá abajo, con tañer de campanas como un eco y un barco que asomaba algo solitario camino del Estrecho, la mole de Sierra Blanca al norte, oscurecida por la luz que se iba, Sierra Bermeja al oeste clareada sus crestas de morados desvaídos, y al sur, el perfil suave de un Marruecos intuido más que entrevisto.

Me regalaron un lugar en el mundo, uno de esos sitios a los que anclarse, a los que recurrir, a los que acudir en caso de rotura, de duelo o dolor, de alegrías y emociones vivas, un lugar donde sentirse uno y trino, por la familia troncal, un lugar donde situarse para perfilar la estrategia sutil e imposible de la vida, donde definir quienes somos, o solo un lugar donde dejarse llevar y permitir que el tiempo pase lento, muy lento.

Las ofrendas de amor son el eje simbólico de un trazo más profundo y más intenso, la imagen física de lo intangible, el deseo, la entrega, la pasión, el respeto y el entendimiento. Porque el amor lo ocupan tantos amores como personas y yo amo distinto a Antonia que a Daniela, pero soy capaz de situar próximo a ellas, en ese mapa de las querencias, a las amistades forjadas sin reservas, a las familias propias y heredadas, a las compañías para un rato del camino o a las que caminan contigo toda la vida, a los amores de aquellos veranos y a los de estos, a los cómplices y a los platónicos, a los inalcanzables y a los reales.

El amor es lo que mueve el mundo, y lo siento por los escépticos, los cínicos, los sarcásticos, descreídos, incrédulos, porque ellos, ellas, también tendrán alguien a quién amar, alguien que les quiera.
 
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