Ni aún con el espectáculo deplorable del Partido Popular estos últimos días daré jamás pábulo al vendedor de la antipolítica ni a todas sus derivadas tantas veces escuchadas “somos apolíticos”, “todos los políticos son iguales”, “con partidos políticos no” porque detrás de estas afirmaciones se agazapa el populismo trumpista como forma de relacionar política con ciudadanía y el desmoronamiento del sistema democrático. Sin exagerar. Porque cuando nada es política, todo es política.
Mi vida profesional me ha llevado a conocer, tratar y trabajar (aún lo hago diariamente) con numerosos perfiles de personas que se dedican a la política. La mayoría de ellas alejadas de los centros mediáticos, de los centros de poder. Personas con la única vocación de mejorar la vida de sus vecinos y vecinas, de sus municipios, de trazar un futuro.
He participado de sus preocupaciones, de sus desvelos, de la atención paciente y exquisita a su conciudadanía. De hacer personal cada proyecto para su localidad o para su comarca. Una vocación de entrega y servicio público sin límites. Y he defendido siempre, incluso dentro de la voracidad de estos tiempos, que estos perfiles son la mayoría. Son la mayoría. Los políticos y las políticas del día a día, tan lejos de las estrategias, de los spin doctors, de los intereses más allá de su área directa de influencia.
Es precisamente ahora, hoy, bajo el cielo convulso, cuando hay que defender la política más que nunca, cuando hay que batallar por las conquistas del estado de derecho que se han construido, la democracia, que nos otorga el poder a la ciudadanía para decidir quién queremos que gobierne nuestros intereses públicos. La política como herramienta transformadora de la realidad, de la realidad macroeconómica y microeconómica, esa que se gestiona en lo cotidiano de tantos pueblos.
Porque la experiencia nos dice que enarbolar la bandera de la antipolítica, sus discursos y derivadas, provoca monstruos, y en esta ciudad, Marbella, lo sabemos bien.