Es en esta primavera desaforada cuando escucho cantar a los primeros vencejos, como la sutil banda sonora del tiempo que nos viene. Y contrasta su canto plácido con el sentir inane al que nos aboca la astenia primaveral.
Esa “sensación pasajera y subjetiva de cansancio, tanto físico como intelectual, que sin tener una causa orgánica definida está correlacionada con el inicio de la primavera, especialmente si el calor se presenta demasiado pronto y va unido a oscilaciones de la presión atmosférica y de la humedad ambiental”, como apunta Elsevier.
Y es que la astenia es un azote inmisericorde que sacude a parte de mi familia de arriba a abajo, como una corriente continua de apatías varias que genera en una realidad de miradas veladas, bostezos a destiempo, agotamiento casi atávico y sublime pereza para la vida social y sus derivadas.
Se instala entre los pliegues de nuestra vida cotidiana como una carcoma que corroe el voluntarismo hacia la alegría para devenir en una apatía atroz por el mundo y en un desajuste incontrolado por las apetencias carnales y veniales, es decir, cualquier tipo de apetencia, empezando por las laborales y terminando por las gastronómicas. Esta es la realidad instalada en estos primeros días primaverales a la que se suma un castigo de perfumes densos que hace más plúmbeo aún el paso por este via crucis estacional.
Incluso la prosa parece volverse más densa al calor de esta astenia descontrolada.
Dice la patulea de expertos y expertas que esta sensación es subjetiva, le pondría algunos peros a esta afirmación, subjetiva y pasajera, y menos mal esto último, porque enlodados en estos menesteres tan poco animosos no podríamos llegar mucho más allá de la Semana Santa.
Así que me aferro a eso, a esa virtud pasajera que parece ser parte de las astenia para esperar que pase pronto y que los daños que deje atrás no sean irreparables.