Andaba el Mediterráneo bravo el fin de semana pasado en La Bajadilla, con esa cualidad tan suya de engañar al bañista con un mar de fondo escondido tras el estrépito de las olas. Esas olas cortas y altas que rompen tan cerca de la orilla que resulta imposible cabalgarlas con cierta decencia y son más proclives al revolcón que a la exhibición. El arenal lucía bandera amarilla, que flameaba al viento.
Los socorristas trabajaron con denuedo en la llamada, el pitido y el aviso ante aquellas personas que se internaban más allá de lo prudente, más allá de los límites tácitos del espigón, o aquella otras que se empeñaban en subirse a cualquier elemento flotante para hacer una cabalgada mayor. Algunas de ellas con niños y niñas, apenas bebés, en su interior. Más llamadas, más pitidos. Una o dos internadas en el agua para acercarse a aquella pareja que más parecían hacerse los suecos que estar sordos.
Siempre me ha preocupado la falta de empatía y de respeto de aquellos y aquellas que deciden hacer de la playa su ley y no respetar los símbolos que aluden a la precaución y el peligro y que se adentran en las aguas espumosas sin más conocimiento marino que el que le dan los domingos playeros. Ponen en jaque su vida, aunque no sean conscientes de ello, pero también ponen en jaque la vida de ese chaval, de esa chavala, que por cuatro duros se pasa todo el verano subido a una torreta asumiendo la responsabilidad última de salvar tu vida. Si son incapaces de hacerlo por ellos mismos, quizá puedan asumir el respeto por ellos y ellas, que podrían ser sus iguales, sus hijos e hijas, compañeros y compañeras de instituto, en fin.
Porque el comportamiento rupturista y antiético de este puñado de osados y osadas, tampoco entiende de género el asunto, compromete la seguridad de todo el personal que acude, acudimos, a la playa solo para refocilarnos y refrescarnos los coletazos de terral.
Las advertencias son visibles, los atuendos de los salvavidas son visibles, la megafonía y los pitidos son audibles, no hay disculpa. Si te adentras en el mar con bandera amarilla o roja es porque crees estar moralmente autorizado para ello. Pero no. No es así.
El mar tiene sus leyes, sus trampas, sus juegos. El Cantábrico de donde procedo es más evidente y cuando rompe, rompe, cuando estalla, estalla. El Mediterráneo siempre me ha parecido más ladino, parece esconder un mar de fondo bajo una superficie calma, sus resacas son capaces de engullirte más allá de la lógica.
Me gusta disfrutar de las olas, creo que tengo un alma perdida de surfer, contemplar el mar, escuchar sus movimientos, contar sus ciclos desde el rebalaje. Procuro enseñarle a Daniela estas cosas. Pero, pese a todo, el domingo, me descuidé, y una de esas ondas dobles me sorprendió mientras emergía y arrumbó con mi cuerpo de aquí allá hasta perder la noción del norte y sur bajo el agua. Estaba muy cerca de la orilla y solo quedó en un susto, pero me hizo recordar que el mar es muy viejo para andarse con bravuconadas y temeridades y que siempre, siempre, siempre, hay que respetarle.
Las señales son sencillas. Verde, permitido. Amarillo, precaución. Rojo prohibido.