Cierro los ojos. Apoyo la espalda sobre la pared caliente. Estoy sentado en una bancada de madera. Es nuestra terraza que asoma a la calle Serenata. Oigo el tráfago del tráfico, de la gente, unos metros abajo como un latido de la vida.
Los rayos de sol de media tarde esculpen sombras anaranjadas sobre los muros de las casas de enfrente. Los antenas se estiran enhiestas hacia el cielo, como queriendo desprenderse de los cables que las atan a los tejados. Una vecina cuelga la ropa.
Dos adolescentes con ropa deportiva cruzan rápido el paso de cebra camino al Pabellón Serrano Lima que, he leído, padece de goteras una vez más y ya desde hace casi 20 años, como un misterio magufo que reaparece con cada estación.
Escucho a Jesús, el sempiterno camarero de El Rincón de Nico, recoger las mesas del bar y doblar el cartel anunciador del menú del día que rezaba en primer lugar “salmorejo cordobés”.
Veo al otro lado de la acera a Salazar, que camina, siempre elegante como un pincel, de recogida a su casa. Un grupo de cuatro o cinco currelas se ha sentado en las escaleras frente al bazar chino y trasiegan un par de cervezas aún con el mono de trabajo puesto.
Por los Arcos de San Enrique caminan las gentes con cierta urgencia, con rapidez, un padre con su hija de la mano, una mujer mayor cargada con dos bolsas de la compra, dos crías que comparten un paquete de patatas fritas, un adolescente con unos auriculares inmensos sobre su cabeza y la mirada perdida en sus pensamientos.
El pitido de un coche que avisa porque está atrapado por una furgoneta de reparto aparcada en doble fila rompe un tanto la armonía de este baile cotidiano de la vida al atardecer. Un joven uniformado aparece corriendo, se disculpa, y arranca la furgoneta.
Una mujer pasea agarrada del brazo con la que podría ser una amiga, se paran cada tres o cuatro pasos, se miran, y una de ellas dos ríe antes de reanudar la marcha. Un patinete eléctrico asciende en dirección contraria a la marcha del sentido del tráfico y se lleva la airada protesta de un conductor. Huele a potaje de garbanzos que alguien está cocinando en casa, cierto aroma a clavo y a laurel incluidos.
El sol se está yendo y la tarde refresca. La piel de los brazos se me eriza un tanto. Respiro honda, profundamente. El aire frío inunda los pulmones. Me pongo los cascos. Cierro los ojos de nuevo. Pulso el play en Spotify. Suena “Cornerstone” de Benjamin Clementine.