Camino interior

07/02/2025
Cuando Google Maps me sugiere una ruta para ir desde Marbella hacia un municipio del interior de la provincia siempre escojo la ruta que se aleja del mar. Apuesto por las carreteras algo más sinuosas, por las vías un tanto maltratadas.  

Busco con esta elección la tranquilidad en la conducción, menos enervada cuanto más se aleja uno de los grandes núcleos poblacionales, y que me regala unos paisajes que aún, pese al paso del tiempo y no por ya conocidos, me siguen maravillando.

El lunes pasado cuestiones laborales me llevaron a visitar una cooperativa olivarera en el municipio de Alameda. Era una mañana hosca, enjuta, apretada de fríos y de lluvias, de nieblas densas que mostraban el paisaje en un guiño, como una aparición que jugaba a esconderse.

Ojén, Monda, Coín para continuar hasta la comarca primero del Guadalhorce y después del Guadalteba. Las extensiones de cítricos perlados por las gotas de lluvia se abrían hacia mi derecha en un paisaje domesticado por el ser humano para continuar en forma de riscos y barrancas apretados que desembocan en Carratraca y que dejan paso, como frontera natural, al ondulado mar de herbáceas y cereales que se extienden entre Ardales y Teba, con su castillo de la Estrella presidiéndolo todo.

Después de Campillos el paisaje cambia y las lagunas, repletas de vida en este día de aguaceros, dejan paso al secano del olivar, donde sus extensiones se adentran en el horizonte como un océano verde y proceloso. Dejamos atrás la colonia de Santa Ana y la estación del AVE que mira hacia Antequera para llegar por la pedanía de Los Carvajales a la carretera que lleva a Alameda.

Veo diseminados aquí y allá, antiguas fincas caídas en desuso y al borde del vencimiento definitivo, algunas otras recuperadas en un nuevo esplendor, casuchas de aperos y algunos cortijos afeados por el tiempo pero aún vibrantes.

Me gusta parar al borde de la carretera y permanecer en silencio unos minutos. El lunes también lo hice y dejé que la fina agua nieve se depositara en mi barba y en mi polo negro. Los brazos enrojecieron al instante y las gafas se empeñaron irremediablemente.

Cerré los ojos y me dejo llevar por el canto profundo de los olivos que entonaban aquella melodía de sabores romanos y árabes.

Un leve quejido me sacó de mi ensalmo. Un conejo saltaba apenas a tres metros de mí. Cuando quise verle ya había desaparecido.
 
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