Aún acude el asombro de tantos visitantes al descubrir el Casco Antiguo de Marbella, ese prodigio de dédalo enrevesado que alienta entre sus calles encaladas el origen árabe de sus esencias, el espíritu romano y fenicio de sus diferentes pasados.
Y es que tanta gente es aún incapaz de asociar Marbella con ese pasado de lustre, con esas callejas de cruces prodigiosos colmadas sus esquinas de buganvillas, frente a los oropeles de esa otra Marbella tan vendible como de cartón piedra.
Me enriquece aún caminar por el Casco Antiguo, visitar los comercios tradicionales, de los que hay cada día menos, saludar, sentarme en alguno de sus bancos y contemplar la vida pasar. Una vida caleidoscópica y multicultural que por otra parte parece ganar cada vez mayor espacio a las esencias en un tsunami arrebatador que colmata los espacios vernáculos con pertinaz empeño. Esas esencias que apenas residen ya en la calle Lobatas, aún no contagiadas por el virus de la gentrificación. En calle Aduar, en calle Bermeja. El virus del turismo de masas.
Por eso, en otoño e invierno, cuando la presión brutal del visitante estival se aplaca un tanto, recupero los paseos por su laberinto, unos paseos con voluntad de olvido, de alma peripatética que ponga un tanto en orden el desorden de la vida.
Un paseo que casi siempre circunda las calles Ancha, Príncipe y Princesa, donde Antonia forjó su infancia y su adolescencia, el callejón del Santo Cristo, la calle Aduar. Que incluye, en ocasiones, parada técnica en Paco El Limpio o en la Tetería, en Cantero, en el escaparate de Ana Ortiz, en la tienda de Mariángeles y David o en la óptica de Jose.
El equilibrio es fundamental para la conservación de los espacios históricos. Impedir que la balanza caiga hacia la explosión turística que todo lo fagotiza y uniformiza o hacia el olvido de la pérdida definitiva. Uno u otro lo matarían, y las balanzas, en esta ciudad, son más un arma arrojadiza que una planificación de futuro.
Me quedo con los arriates y las flores, con las paredes del Castillo, con las escaleras que se asoman a la calle Carmen desde la Plazuela de San Bernabé, con la calle Álamo o la plaza del Ejido, que aún conservan ese aire ausente y melancólico, un tanto alejado del tráfago y del bullicio que todo lo iguala y lo transforma.