La normalización de la corrupción, su aceptación como un mal menor, como un pago en deuda que la ciudadanía ha de afrontar ante una gestión urdida por sátrapas, es el mayor de sus triunfos. La corrupción es una anormalidad democrática y no un mal endémico que se deba soportar, por lo tanto la ciudadanía tenemos la obligación de exigir siempre a nuestros dirigentes que sean virulentos en su lucha y transparentes en su comunicación. Más aún en esta ciudad, Marbella, donde la socialización de la corrupción ha llegado a empapar todo el sustrato de la sociedad hasta límites insospechados.
Marbella, primera ciudad española en ser intervenida judicialmente, una ciudad donde una mayoría social sustentaba con su voto, legislatura tras legislatura, las andanzas del gilismo y de sus secuaces. La última ocasión electoral en la que el Grupo Independiente Liberal se presentó para el gobierno municipal en 2003 revalidó mayoría absoluta en las urnas y a esas alturas ya era de por todos sabido y conocido el percal de estos prendas salvadores. La corrupción socializada. Después de aquello, todo se sobrevino. Moción de censura con 7 tránsfugas. Intervención judicial. Gestora. Vuelco electoral con mayoría absoluta del PP en dos legislaturas. Tripartito. Moción de Censura. Bipartito.
Han pasado 12 años desde el inicio de la primera fase de la Operación Malaya. 5 años desde se hizo pública la sentencia y los tentáculos de los implicados aún se encuentran extendidos por diversos entramados societarios de la ciudad. Pero el gilismo y sus beneficiarios aún mantienen un triunfo sordo sobre la ciudadanía, la falta de transparencia con la que se abordan algunos aspectos de la Operación Malaya.
Las prisas por blanquear algunas operaciones, no revelar a los vecinos y vecinas de Marbella la realidad en la devolución de los fondos y su destino final, no resultar expeditivos con el cierre de una web donde, sorpresivamente, aún se pueden adquirir bienes procedentes de la operación Malaya como inmuebles, fincas o carruajes pese a existir un mandato plenario para su cierre, o la concesión de un parking con un canon ridículo y un beneficio desproporcionado a un excomisario impregnado de lodo. El último, sonrojante caso, tergiversar la realidad utilizando verbos como “expropiación” en lugar de “compra” para referirse a la venta del edificio de Urbanismo, todo un símbolo, a una sociedad de la que se benefician prófugos de la Operación Malaya o un alcalde del PP, “donde gilismo y neogilismo se dan la mano” que apuntó el concejal de IU, Miguel Díaz.
Expeditivo y virulento, dos adjetivos que debían calificar la actitud de la administración pública contra la corrupción en la ciudad de Marbella, sin lugar a matices, esquinas, dobleces, con la garantía de la transparencia como aval para la ciudadanía, sin ingeniería político-mediática para hacerse valedor de un triunfo político que solo le debería corresponder a los vecinos y vecinas de Marbella.
¿Estanos yendo por el buen camino? ¿Hasta dónde y cuando llegan los tentáculos de la Operación Malaya? ¿Quién se beneficia de los entramados societarios más allá de los que ya ha apuntado la justicia? Y la pregunta verdaderamente incómoda… ¿Quiere realmente el pueblo de Marbella limpiar sus trapos sucios de una vez por todas?
La corrupción es un lodazal que socializa todos y cada uno de los comportamientos de una comunidad. Sus estragos son difíciles, complejos, de depurar, y hace falta una voluntad férrea de la sociedad primero y de sus dirigentes públicos después para conseguirlo. Férrea. ¿Estamos dispuestos?