2011 fue para mi familia un año fatídico y un año hermoso
En marzo falleció mi aitite, mi abuelo Daniel, referente familiar, de esos patriarcas tranquilos que adensaba en torno a sí a la troupe familiar de manera inconsciente, con una invocación tácita que los demás aceptábamos de manera gratamente involuntaria. Eran unos encuentros siempre ruidosos en los que Daniel observaba desde la socarronería. Él fue báculo de mi juventud.
En octubre de ese mismo año, 2011, falleció mi amama, mi abuela Nieves, después de un largo camino de extravíos de la mano del Alzheimer. Si Daniel era el patriarca, ella era la matriarca silenciosa, la que aportaba esa otra cara de la moneda, el calor, la templanza, el cariño. La que nos permitía crecer bajo su ala cantando canciones de puñaladas traperas, limpiando lentejas o jugando a la brisa. Ella me enseñó el mar.
Recreo mis charlas con ellos, largas, atemporales, nutritivas siempre, sentidas y profundas, ligeras y volátiles. Siempre en torno a un café en vaso, eterno, capaz de unir la mediodía con la tarde y esta, muchas veces, con la noche. No eran momentos especiales, porque formaban parte de lo cotidiano, de la conversación en reposo, donde desgranaban las cuitas de su vida, las anécdotas de niño y niña de la guerra en Estella y en Barakaldo. Veían la dureza de su tiempo desde la alegría y el optimismo. Compartí muchas horas con ellos, muchas, una parte sustancial de mi forma de entender el mundo se cimenta en aquellos momentos, en aquellas charlas.
Anhelo su presencia, la echo en falta, aunque están presentes siempre de un modo u otro en mi forma de hacer, de pensar. Pero me gustaría hoy, 2021, conocer su opinión sobre la situación política, pandémica, ideológica, vital. Escucharles de nuevo. Recuerdo su paso por mi vida porque no sé muy bien cómo encajarían en el mundo actual, tan rápido, tan inmediato, tan denso, tan infoxicado.
Estoy hondamente convencido que la escucha reposada es una de las herramientas básicas que hemos perdido en el proceso de digitalización, en la proyección tecnológica de nuestras vida más allá del propio entorno. La escucha reposada que nos devolvía el eco de lo que habíamos sido para ser hoy lo que somos. La escucha reposada para entender, para comprender nuestra historia, nuestro lugar en ella. La escucha reposada para cimentar los cariños, las querencias, los amores que nos acompañan.
Creo que con ellos se va, se fue, otra forma de relacionarnos, una forma de acompasarnos al devenir de la vida con más argumentos, con más enterezas, quizá con más certezas. Y que tenemos la obligación, como sociedad, de recuperar, de impedir que eso se pierda para siempre.
En diciembre de aquel mismo año, de 2011 nació Daniela, su nieta.