Ya había olvidado esa cualidad de la luz en otoño que a todo impregna de una perezosa languidez al atardecer, como queriéndose demorar en el horizonte de poniente, haciéndose de rogar, aferrándose a los últimos coletazos del día, tiñendo el cielo de rojos violentos, de naranjas arrebatados, de morados excesivos para desaparecer despacio, despacio, despacio antes de dejar paso al imperio de la noche.
En Ojén ya he percibido alguna mañana los primeros perfumes de brasa de chimenea. Son tímidos aún y no invaden el horizonte de aromas, pero se han hecho sutilmente presentes. Un olor, ese de las brasas de chimenea, que me recuerda intensamente mi llegada a esta tierra del sur, que fue en un diciembre, aún en otoño, a ese pueblo encaramado, balcón de la costa del sol, puerta de entrada a Sierra de las Nieves. Resulta siempre curioso que el significado de hogar se acrisole con el de lar, con el de la lumbre en la cocina y que ambos vengan a significar lo mismo, casa.
El color rabioso de los atardeceres y el perfume pleno de los lares me sitúan en mi tiempo y en mi espacio. Me hace recuperar el otoño la cordura perdida en el agobio canicular, todo me resulta mas reposado, más nítido, el frío me despeja la mente y algunas piezas comienzan a encajar en el tráfago cotidiano.
Por eso, me place prolongar los paseos al borde del mar en ese instante de la tarde, cuando el día se hunde con despacio en las raíces de la noche, caminar hacia la senda litoral, muellemente sobre la madera, donde el salitre es recurrente sobre la piel, o hacia el paseo marítimo, que dibuja un elenco irrepetible de gentes e idiomas y razas y atuendos imposibles en una babel de significados. Así como Antonia y un servidor nos apostábamos con la espalda sobre el muro caliente de la depuradora de aguas en la calle Rosal de Ojén, perfilando con los dedos el perfil perfectamente definido de África.
Ahora, desde mis cuarteles de otoño en Marbella, puedo guarecerme en la atalaya que me ofrece la calle Serenata y contemplar el desvarío de los atardeceres desde un lugar privilegiado. Allí en el horizonte, el Mediterráneo coloreado de tonos carmesíes, abre sus puertas al inmenso Atlántico. Y aquí, en el norte más próximo Sierra Blanca pierde su nombre para transformarse en un lienzo encarnado.
Ahora, con esa taracea de luces y sombras memorizada en el fondo de mirada, cierro los ojos, sonrío y me dejo llevar mientras la brisa, suave, fresca, tenue acaricia mi piel. Otoño.