La distancia permite objetivar, hasta cierto punto, los hechos locales como si no fueran con uno. La distancia irrumpe en la vida como un colchón que amortigua la realidad, despojándola del sinvivir de la cercanía, de la proximidad, para dejarla en los huesos, con toda la crudeza, descarnada. Una realidad quizá más objetivable, menos enlodada con el día a día, con el conocimiento propio, los prejuicios que nos otorgan la cercanía.
Estas dos últimas semanas, la vida y sus quehaceres me han trasladado lejos de Marbella, pero hasta allí han llegado los ecos de inmundicia que más que salpicar ya enlodan las calles de la ciudad. Una actualidad en la que se habla sin reparos de narcotráfico, blanqueo, implicación de servidores públicos, tramas, obras ilegales, robos, expedientes urbanísticos. Toda una retahíla de atentados contra lo público, aquello que es de todos y de todas, y que tienen como centro a la familia de la alcaldesa de la localidad.
La distancia permite objetivar y entender que, pese a los intentos de blanquear la imagen, de sumar a palmeros y palmeras a las comuniones públicas, muchos de ellos ya lo eran también de Gil, de crear maniobras de distracción, la realidad se impone, y demuele con rapidez unos cimientos que hasta ahora parecían intocables. Primero, porque el partido madre de la regidora calla y, segundo, porque en la calle se empiezan a escuchar un runrún hasta ahora impensable.
El silencio de un partido madre que hasta ahora siempre había avalado, apoyado, bendecido sus conductas, estrategias, y maneras de actuar ante rumores similares. Y el runrún de una calle que parece vencer la eterna docilidad que propicia el clientelismo para comenzar a opinar, a decir y a señalar.
La distancia permite objetivar y admitir sin paliativos que la situación en torno de la regidora marbellí es insostenible, que ni ética ni políticamente debe estar un minuto más al frente de lo público en la ciudad, que el respeto por la democracia debe imponerse.
Es un momento crítico en el que la ciudadanía de Marbella debería estar a la altura, a la altura de la responsabilidad ante la que su historia moderna la pone una vez más, porque ya no es una cuestión de modelos políticos confrontados, si no de elegir entre democracia o corrupción.