Ella contaba aquellas historias como una aventura infantil más. Tenía 13 años. Sonaban las sirenas, atronaban el aire, y las monjas que cuidaban del asilo las recogían y llevaban al sótano de la residencia o a las cuevas excavadas en la roca bajo el campo de fútbol del Unión Sport San Vicente.
Allí pasaban escondidas una, dos, tres horas, hacinadas entre otras muchas personas que huían de la muerte a la carrera. La aviación alemana, o la italiana, barrían la entrada a Barakaldo desde el mar, por toda la vega del Valle de Trápaga, y descargaban su material de horror.
No podía imaginar su miedo, apenas tres años mayor que Daniela ahora, apretada junto a sus amigas, escuchando la sordina grave de algunas de las bombas que caían aquí y allá. El suelo temblando, el polvo que caía del techo del refugio.
Y, después, salir de nuevo al campo abierto, a la realidad de la vida tras el bombardeo. Regresar a sus tareas cotidianas, a los lápices y cuaderno, a la clase de costura…
Era el año 1936 y era mi amama, mi abuela Nieves, aquella niña que luego tuvo que huir a Francia desde Santander en un barco holandés que transportaba queso antes de transportar seres humanos.
Así como ella vivió en propia carne los estragos de la guerra, también lo hizo su familia más directa, con un tío desaparecido y reaparecido años después de entre los muertos, otro más sobre el que pesó una orden de fusilamiento que nunca se llegó a ejecutar, o su casa, en el barrio de Rontegi, a cuya vera cayó una bomba que dejó el bloque de tres pisos herido de muerte hasta su demolición definitiva en los noventa.
Estos días, viendo las imágenes de la guerra de Ucrania, no puedo dejar de imaginar el rostro de mi amama allí, entre aquellas niñas del metro de Kiev, o de sus tíos en los milicianos armados con el cuerpo transido de miedo, las madres y los padres temblorosos de temor.
Resulta aterrador, desolador, comprobar cómo la imagen que nos devuelve la guerra es tan similar en ubicaciones y tiempos tan diferentes. No deja de mostrar la crueldad y la angustia y la tristeza más honda y profunda. El terror en la mirada de una niña, en el llanto inconsolable de un padre…
No a la guerra, siempre, a esta, a todas. Por el dolor de hoy y por el dolor de ayer.