Lo que más me ha sorprendido en el aterrizaje de esta Fase 1 es el aumento general de decibelios. Vivimos en un primero, así que no nos resulta extraño que el ritmo de la vida callejera nos acompañe en mayor o menor medida, pero la tarde del lunes y la del martes, fueron especialmente ruidosas.
No sé si es que ya nos habíamos acostumbrado a ese silencio insólito devenido del estado de alarma o es que las mascarillas y el obligado distanciamiento social hacen que las gentes hablen, hablemos, aún más alto de lo normal. Si me pongo poético o romántico, también podría achacar este aumento sonoro a la efusividad de las personas que se reencuentran tras una larga temporada sin verse y muestran sus cariños a voz en grito.
Los pájaros también parecen haber desaparecido, sus trinos, su presencia bucólica. Los voceríos, los bramidos de algunas motocicletas, el chirrido de los frenos de los coches los han engullido, devorado. Porque si ha aumentado el tránsito de gente que deambula sin propósito aparente, lo que se ha incrementado con creces es el tráfico rodado. Los vehículos han tomado de nuevo las calles, “con ganas de devorar asfalto” que dirían en las pelis de pandilleros de los ochenta.
Y también ha regresado el nunca bien ponderado reggaeton en dos de sus versiones más populares, el ventanillero, cuando se asocia al raudo paso de un vehículo con las ventanillas bajadas y el portátil o movilero, el que se desprende cual cascada del teléfono móvil de algunas recuas adolescentes. Este agente externo, puramente humano, también ha ayudado a subir el número de decibelios en la calle.
Hace apenas una semana, el ruido, sonido más alto que se escuchaba era el de los aplausos de las ocho, ya ni eso, fagotizados por el hastío, la insolidaridad y la mercadotecnia de la ultraderecha que puso el domingo pasado la puntilla definitiva a la deriva moribunda de este espontáneo gesto.
El tráfago diario ocupa ahora el lugar que hace nada correspondía al trino de los pájaros que han silenciado su canto a voluntad o este se ha visto engullido por el quehacer humano, siempre excesivo, con el que resulta imposible competir en igualdad de condiciones.
En la madrugada, cuando la ciudad se despereza de su insomnio pandémico aún algo más tarde de lo habitual que a principios de marzo, se pueden percibir con nitidez el canto de algunas especies. Es uno de mis momentos del día. Un café brioso, acodado en la baranda del balcón, acompañado por su trino, me siento capaz de reconciliarme con el mundo y creer, convencidamente, que el futuro será mejor, mejor, mucho mejor que este presente distópico que el covid nos ha impuesto como una tasa obligada contra la vida.