Eterno verano de infancias

18/07/2018
Asilvestrados, salvajes, enharinados de arena, borrachos de sol, arrebolada su piel por la canícula, como sombras al atardecer que saltan y fintan al sol, que se recortan contra El Cable, contra Gibraltar en una imagen fija tan efímera como eterna. En estas playas, en tantas, como faunos desbocados exprimiendo hasta el último aliento de la tarde. No hay veranos como los de la infancia, eternos.  

La mirada febril de agotamiento infinito, de combustión incansable, de energía telúrica que parece entrarles por los pies y desatarse al contacto con el mar entre chisporroteos. Las risas ingobernables, los flotadores de colores, la caza de peces, la búsqueda de conchas, los tesoros recogidos. Algo más allá, entre las rocas, las lapas, los erizos, los karramarros y los cangrejos, saltando de piedra en piedra.

Y ese menú clásico e inevitable de la playa agostada en verano, los filetes “empanaos”, sandías al rebalaje, tortillas de “papas”, gazpachos congelados, ensaladas de pimientos que los infantes devoran como si mañana fuera el último día de este verano, sí, eterno.

Las toallas arrebujadas sobre sí mismas y cargaditas de arena, las horas eternas en la orilla que lleva y trae, el perfume de la crema solar, el movimiento preciso, de reloj, a la búsqueda de la sombra que propician las siempre volubles sombrillas.

El reguero de artes de pesca, de juguetes de plástico semienterrados, cubos y rastrillos y palas, colchonetas, manguitos que marcan un camino perfectamente definido entre la protección de la toalla familiar y el agua. Más fiable y seguro que cualquier baldosa amarilla.

Y recuerdos. De la canoa india insumergible, a los hombros de mi aitite en Laredo, con Concha e Iñaki en aquel autobús de línea abarrotado y pertrechados de todos los aperos existentes sobre la faz de la imaginación infantil, la ingeniería civil de tunelería que mi aita diseñaba una y otra vez, mi amama, que me quitó para siempre el miedo al mar, mi ama y sus paseos eternos, su segunda vida después de aquello, y aquellas cuadrillas insólitas de guerreros y guerreras, ellos yellas, jugando sobre la arena, batiéndose el cobre, transformándose en todo aquello que el deseo infantil ordenara.

Ahora, revivo aquellos momentos, repetidos, iterados, como una calcamonía más allá del tiempo gracias a Daniela, seis años, que hoy, ayer, mañana, despliega sobre la playa con sus cómplices de aventura, que son igual a lo que eran los míos, un sinfín de artillería imaginativa en un tiempo que ella vive como eterno y que es una repetición de aquella y esa y esta otra generación que hunde sus raíces en el tiempo.

Eterno verano de infancias. Ad eternum. 


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