Y ha pasado la Semana santa con una fuerza fulgurante, inusitada, y ha dejado cierta resaca de euforia para la mayoría del sector que augura un verano de subida incipiente en todas las estadísticas y que aspira a llegar o superar las cifras históricas que se registraron en 2019.
Esta euforia, que parece constatar una vez más el éxito de la fórmula Marbella para la gestión de las expectativas socioeconómicas del turismo, elude el debate profundo que debe realizarse en la ciudad acerca del modelo turístico al que aspirar a medio plazo.
En este contexto de éxito es difícil colocar una visión crítica que hable de saturación, de colmatación de un sistema que está a punto de colapsar. Los temporales previos a la Semana santa nos pusieron en la tesitura perfecta para realizarlo, pero la urgencia, siempre la urgencia, de aprovechar la estacionalidad, el momento, esconde el debate de nuevo y esa visión crítica pasa a ser un tanto molesta para algunos que prefieren el pájaro en mano que los ciento volando.
Y es que la ciudad da muestras de saturación evidente en temporada alta. No hace falta que se pormenoricen los detalles, todos y todas sabemos dónde están porque los padecemos en el devenir de nuestra vida cotidiana. El tráfago engulle el día a día. Los síntomas están ahí.
La luz que nos ciega nos impide ver que el modelo actual está sobrepasado, que Marbella requiere repensar su futuro como destino, apostar por otras ofertas complementarias, impulsarlas, publicitarlas, darlas a conocer desde ya, antes de que sea demasiado tarde. Buscar en el turismo sostenible (social, laboral, económica y medioambientalmente) el futuro para las generaciones venideras que si todo continúa como parece, solo podrán disfrutar de una sombra de la ciudad que Marbella fue.