Mi sobrina Mafalda se enfrenta estos días a la EBAU, lo que mi generación conocía como Selectividad y que es, probablemente, el examen más importante en la vida de un estudiante, porque esa nota puede marcar el devenir futuro de tus estudios, de tu carrera, de tu vida.
Siempre he creído profundamente injusto jugarse el determinismo de cada cual en un solo examen, esa suerte de interrogatorio sobre los conocimientos adquiridos, muchas veces no aprehendidos y mucho menos aprendidos con el que el sistema educativo nos evalúa.
Entiendo que es una herramienta canónica y que pertenece a un protocolo de baremación sin el cual difícilmente podríamos colocar a tirios y a troyanos sobre una misma vara de medir más o menos equitativa, pero nunca he acabado de encajar muy bien la piezas de este puzzle, cuando a nuestro alrededor vemos, comprobamos, como hay personas de inteligencias múltiples con un potencial enorme en determinadas materias y que con este sistema de exámenes se ven fagotizadas por la imperiosa norma general.
Recuerdo a una compañera de facultad para la que los exámenes eran un martirio auténtico. Ansiedad, niveles de cortisol disparados. Era incapaz de pensar, incapaz de recordar, era incapaz de plasmar en un examen sus conocimientos, incapaz. Había buscado ayuda profesional, trabajado este problema desde hace años, pero su mente jugaba siempre a este juego irreductible que la terminaba venciendo. Nos cambiaron de turno, perdí su pista. Desconozco si terminó la carrera o no. Pero aún la recuerdo. Pálida, ojerosa, temblando. Era una buena estudiante, intervenía en los debates, se explicaba con claridad y contundencia, manejaba un más que nutrido puñado de ideas rabiosamente propias, pero.
Me recuerdo a mí mismo, a cómo me enfrenté a la Selectividad en el año 1992, a lo mal que me organicé, a la procrastinación galopante, a un momento personal y vital complejo, a la nota final mediocre a la que solo salvó la media gracias a un expediente más que decente. Entré en la facultad de periodismo por los pelos, podría no haberlo hecho, haberme dedicado a las otras opciones que había incluido en mi lista de facultades… Historia, psicología… No tengo ni idea de cómo sería mi vida ahora, a qué me dedicaría.
No tengo respuestas, no soy pedagogo, ni profesor, ni trabajo en las instituciones que dictan, marcan estos procesos. Solo se me plantean más interrogantes… ¿Son justos y equitativos estos sistemas de evaluación ¿Qué otros sistemas podrían emplearse? ¿Existen otros tipo de pruebas en el mundo para los mismos fines? ¿Se podrían valorar otros parámetros, y cómo? ¿Son necesarios los exámenes? Lo desconozco.
Hoy, ahora, solo pienso en mi sobrina Mafalda. Le envío ánimos por wasap con muchos emoticonos. En tres días sabrá si podrá ser veterinaria o no.