No es la primera vez que escribo sobre esto. Pero después de casi tres lustros en Málaga aún sigue sorprendiéndome, obnubilando una parte de mis entendederas, próximo al síndrome de Stendhal, permítanme la hipérbole, porque el modo y las formas se encuentran tan alejados de los corrientes en mi tierra de origen donde crecí, la Bizkaia urbanita, industrial y proletaria de los ochenta, que este huracán de relumbrones aún me deja estupefacto.
La primera ocasión fue un mes de octubre en Ojén, el día 9, cuando las calles estrechas y de puro blanco, salpicadas de claveles en los arriates de los alféizares, sirvieron como telón de fondo sobre el que se proyectaron las vueltas y revueltas de los trajes de gitana, arcoíris bruñidos sobre la tela, que se movían al compás de vientos y tambores.
Me sorprendió el color. Intenso y puro en su variedad. Los avíos de flores sobre el pelo, las peinetas y los mantones ligeros. Luego fue la pose y el caminar, dando vida al espíritu festivo trasladado por San Dionisio, patrón de la villa blanca ojeneta. El paso del trono con el santo por las estrechas calles, haciendo piezas de malabarismo en la bajada de la calle La Fuente hasta desembocar en la plaza. Los tacones resonando su propia banda sonora.
La segunda ocasión fue un 11 de junio, en Marbella. Casco Antiguo. Las escenas que me habían soliviantado en Ojén, reiteraban aquí su colorido brutal, su digno paseo, la alegría que desbordaba de los trajes ceñidos. El espíritu de la feria encarnado en las flores del pelo, en los vuelos y revuelos. Igual se repetían las escenas del santo, San Bernabé, por el adoquinado Casco Antiguo entre callejas, frente a la Alameda, con el perfume del salitre al fondo.
No soy religioso. Y contemplo las procesiones desde un convencido ateísmo. Siempre desde el respeto a la fe que procesan los demás. Pero no puedo resistirme a las emociones que me traen estas recorridos de feria, en los que prima lo festivo frente a lo devoto.
Y no entro en el debate del modelo festivo, que eso sería harina de otro costal y mis querencias derivarían con seguridad por otros derroteros, si no en la plasticidad, en la estética, en la mirada que un forasteros posa sobre la feria de Ojén y la de Marbella por primera vez, fiestas que trastocan la primavera tardía y el otoño, pintando de colores propios las calles y las plazas, las esquinas. Una paleta que difiere tanto del azul mahón predominante en los trajes de arrantzal y de neska, más sobrios y encerrados sobre sí mismos, más apegados al recuerdo de la labor en la mar o en el campo, que tantos recuerdos me traen de tantas fiestas tradicionales de Bizkaia, los pañuelos anudados al cuello.
No pretendo una categorización, ni siquiera ordenar arriba o abajo mis preferencias, pero el contraste es enorme, como si dos mundos colisionaran para fundirse en uno solo, quizá de nombre Daniela, 7 años, que se define a sí misma como “andavas” (mitad andaluza y mitad vasca) que en junio en Marbella se viste de gitana y en agosto en Bilbao, de arrantzal.
¡Feliz feria para todos y todas!