Implosionan en el aire con una densidad asfixiante y brutal. Dos perfumes intensos que alumbran la primavera. El azahar, intenso, de las flores de los naranjos que estallaba hace unos días y teñía de olor las calles de Marbella como un elemento más imbricado en el paisaje del día a día. Y el petricor, el olor de la tierra seca mojada por la lluvia, que más allá de su perfume trae consigo la promesa de una estación menos ahogada por la sequía. Y con ellos, cierta placidez.
Ya he señalado aquí en muchas ocasiones mi tendencia natural a la nostalgia y a lo crepuscular, como una banda sonora vital de otoño, y he exhibido mi veranofobia como bandera, pero he de decir que estos últimos días la irrupción del azahar y de la lluvia han traído una cierta dosis de poesía bucólica a una actualidad inmensamente oscura, trágica. Parece que con la irrupción de la primavera se haya sosegado un tanto mi espíritu ante la vulnerabilidad a la que le sometía el acoso de la información, de su exceso, de la infoxicación. No significa esto cerrar los ojos ante la evidencia, ni hacer el juego del avestruz, sino buscar también pegado a la realidad un remanso de sosiego en el que poder reposar un instante frente al mundo. Reposar un instante frente al mundo.
Nos llevamos al rostro ese puñado apretado de flores blancas, tan delicadas a su vez, el perfume dulzón que desprenden tan intenso, tan asociado en mi memoria vital al Mediterráneo, a esta Marbella, a la Valencia de Las Fallas, al “Tranvía a la Malvarrosa” o al “Son de Mar” de Manuel Vicent.
Y el petricor, a las umbrías veredas de los montes bizkainos que me vieron crecer, al aroma de los castaños de indias que huelen dulce cuando llueve, el verdor intenso de los bosques profundos, la madera húmeda, su brillo vivo.
Y mientras la realidad, la actualidad, la información se empecinan en desposeernos de la belleza de esa poesía para hacernos claudicar ante la expresividad brutal del conflicto terrenal, el dolor se aloja en las vueltas y revueltas de nuestro corazón, se insufla a través de nuestra respiración para hacernos más fieramente humanos como rezaba Blas de Otero, una realidad de la que la poesía tampoco es capaz de escapar:
“Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas”.
Blas de Otero, “Ángel fieramente humano”, 1950