Forofismo

30/05/2018
Lloro en las películas de deportes. En todas. Independientemente de su calidad. Me arrebata la épica de la victoria, la heroicidad de la derrota, los discursos y soflamas de los entrenadores curtidos que son capaces de transformar una situación, un momento, para convertirlo en gloria, efímera o eterna.  

Por eso detesto las celebraciones del fútbol de masas, porque siempre he considerado que en ese instante residía una oportunidad única para trasladar a una audiencia entregada un mensaje de solidaridad con el contrincante, de felicitación por la batalla prestada hasta el último instante, de compañerismo desde la victoria. Y de ahí llevar la idea de fair play, del respeto, valores de entrega y de sacrificio a los deportistas más jóvenes, que imitan, copian y reiteran los comportamientos de sus ídolos hasta la saciedad.

Una oportunidad perdida, porque en lugar de este discurso de inspiración épica, me asomo siempre al abismo del peor forofismo desatado, donde imperan las chanzas contra los enemigos habituales, los cánticos descerebrados, los bailes ridículos de la victoria y los sonidos guturales como habitual forma de comunicación. Porque si todo esto lo expresan así en la victoria, única idea posible de éxito ¿qué mensaje se traslada a los vencidos? ¿Qué ejemplo se da a los benjamines que se bregan con 9 años en el fútbol infantil? ¿A sus familias? ¿Qué significado adquieren para ellos y ellas la victoria o la derrota en un encuentro?

Imagino una de esas celebraciones multitudinarias en un estadio. El capitán del equipo toma el micrófono, felicita al contrario, le invita a participar de su victoria, lanza un mensaje de solidaridad, de respeto mutuo, habla de esfuerzo, de constancia, del sufrimiento y de la alegría, de juego limpio, de contrincantes y no de enemigos, invita a cantar un himno común a todos. El poder de esta imagen, de este discurso, sería inmenso. Pero no. El fair play no vende entradas ni camisetas. El forofismo sí lo hace.

Y aquí todos somos culpables, los medios, las directivas de los clubes, los entrenadores, los jugadores, las aficiones. Y el problema no está en ser futbolero o no serlo. Yo no lo soy, el problema de esta situación es que, lo queramos o no, el fútbol lo impregna todo, rebasa las páginas deportivas y contamina la información general, las ondas, los programas. Resulta imposible desconectarse de él. Por eso hablo aquí de esta disciplina, porque el fútbol es el deporte mayoritario.

El fin de semana pasado, el sábado una súbita alegría tras la victoria del Real Madrid recorrió la ciudad de punta a punta, cánticos, vítores, sonidos guturales. Y el domingo, el Marbella perdió por la mínima, en una jornada épica, donde los jugadores se dejaron la piel para intentar su ascenso a segunda división. Aquí la cara y la cruz de la misma moneda.

Un entrenador que tuve hace muchos años, en otra vida, nos decía que era tan importante saber ganar como perder. Nos felicitaba por el esfuerzo derrochado, por la intensidad demostrada, por el ímpetu impelido al juego, por nuestro respetuoso saludo al rival, nunca, jamás, hablaba del resultado, nunca. Era otra disciplina deportiva, quizá por eso.

Quizá por eso me quedaré siempre, y hasta que el discurso de las estrellas no cambie, con el derrotado. Porque el mensaje que traslada la derrota es más profundo, más intenso, más real y mucho más épico que el de la victoria. Por eso, este fin de semana, me tomé una a la salud del Marbella.

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