Carmen solía decir “tengo frío en los huesos”, una expresión exacta, precisa, casi quirúrgica para definir ese frío que se agarra bajo la piel a la osamenta de uno y no lo suelta por muchas capas de ropa con las que te formes una guarida unipersonal. Cuando entra ese frío en los huesos, entra. Quizá un caldo de puchero, un café caliente, un chocolate humeante sean los remedios más eficaces, pero ni aún así templan el cuerpo. Solo parece haber un remedio eficaz.
Agostarse al sol de otoño.
Ese sol cálido, que penetra en la piel como una caricia suave y sigilosa, que parece acunarte como a un recién nacido, que enrojece la piel por instante mínimo, que es incapaz de abrasar, pero que conforta como un bálsamo. Si uno se fija en el detalle, casi podría verse el vapor saliendo de la piel de los heridos por el frío, como una neblina que los había aprisionado. Esa imagen ciertamente gatuna, de la que se puede percibir cierto ronroneo en la persona que se despereza ante ese sol otoñal.
A veces es una lámina de luz escasa, que asoma tras una sombra, al acecho de un cuerpo necesitado de templanzas, tras las hojas juguetonas de un árbol, o tras una esquina sorpresiva, un banco en el parque donde dos o tres veteranos se agolpan con la sabiduría de la edad, una ventana abierta al cielo que proyecta un haz de sol sobre el suelo de la casa, y allí se acomoda la persona herida de frío en los huesos para atemperarse.
Son estas cosas del otoño y de sus hazañas las que le sitúan en un lugar privilegiado de mi corazón, porque en torno a la melancolía se sitúa el recuerdo de mi suegra Carmen, también el de mi amama Nieves, que compartía con ella esta sensación, aunque nunca en Euskadi la escuché pronunciada de tal manera, esa promesa de una dádiva efímera que se irá pronto y conviene aprovecharla en el ya, en el ahora, porque de lo contrario podrá esfumarse, perderse la posibilidad de ese instante precioso.
Qué sensación, templar el frío en los huesos con una pizca de sol. De esas sensaciones que deberían reflejarse con nombre propio en un diccionario, que deberían formar parte de las enciclopedias de la vida, porque aúna ante un placer mínimo y banal lo más animal y humano que hay en nosotros.