Era el año 1990, tenía 16 años y de manera natural, consustancial a mi compromiso con la sociedad en la que vivía y con la vida, comencé a participar en Gesto Por la Paz, de manera tímida al principio y de manera activa más tarde. En el colegio y en la universidad después, en mi barrio siempre.
En aquellos tiempos, con ETA atentando de manera brutal y cruenta, aquel gesto de 15 minutos de silencio traspasaba lo simbólico y se transformaba en un espejo de la conciencia colectiva. También sufrimos la displicencia y el oprobio de muchos. Desde los elementos más obvios y evidentes de la izquierda abertzale radical, pero también de aquellos buenos ciudadanos y buenas ciudadanas que decían que ese gesto no servía para nada, que resultaba una pérdida de tiempo, infantil, que ETA seguiría matando por encima de nuestras concentraciones, que jamás, nunca, haríamos mella en la banda terrorista. Nunca participaron. Se equivocaban. Se equivocaron.
Gesto por la Paz se convirtió en el primer, y casi único, movimiento social que se puso frente a frente contra la violencia en Euskadi, lideró las protestas contra los secuestros, ideó aquel símbolo en el que se transformaron los lazos azules, convocó a la sociedad cuando los partidos eran incapaces de hacerlo y tomó posesión de la calle cuando la calle era de ellos.
Ahora, con los feminicidios, los asesinatos machistas, se está gestando un movimiento con un espíritu similar, una serie de asociaciones, entre las que se encuentra Marbella Feminista, están convocando a la ciudadanía a diferentes concentraciones silenciosas cuando se produce un asesinato machista. Desde este 2019, cuando la iniciativa se pone en marcha, participo en todas de ellas.
Este nuevo gesto, simbólico, pretende concienciar acerca de un problema brutal y transversal que afecta a toda la sociedad y que se ha llevado en los últimos 15 años a cerca de 1.000 mujeres por delante. Los buenos ciudadanos, las buenas ciudadanas, critican esta acción con los mismos argumentos que los buenos ciudadanos, las buenas, ciudadanas criticaban aquellos gestos por la paz de los años noventa en Euskadi. “No sirven para nada, van a seguir matando”.
A todos ellos y ellas que predican desde sus púlpitos digitales al abrigo del hogar y de la equidistancia, muy práctica para este fin de afianzar determinados escrúpulos, les pediría que una tarde, a las siete, tras un nuevo asesinato machista, nos acompañaran en el dolor, homenaje y reconocimiento de la víctima, en ponerle nombre, y que allí, con los pies fríos, emplearan esos cinco minutos de silencio para realizar un mínimo examen de conciencia y piensen qué están haciendo en su día a día, en su ámbito más cercano, para combatir esta masacre de mujeres y qué pueden hacer en futuro próximo. Todo lo demás solo es palabrería y una manera de disculpar la conciencia ante la pasividad más absoluta.
Hay asuntos en los que solo existen el blanco y el negro. Este es uno. Mientras ellos y ellas, buenos ciudadanos y buenas ciudadanas, se lo piensan y pontifican o se ponen mil y una disculpas ante sí mismos y ante los demás, yo seguiré enfriándome los pies cada tarde mientras haya una sola mujer más asesinada por la violencia machista.
Es un gesto, un símbolo, una acción capaz de agitar la conciencia.
Los que estuvimos allí lo sabemos.
Los que estamos también aquí lo creemos.