El 31 de agosto de 2012 fuimos desalojados del municipio de Ojén como consecuencia del incendio de Barranco Blanco. Eran las tres y media de la mañana, Daniela tenía apenas ocho meses. Recogimos lo básico y salimos a la calle, salimos al infierno. El cielo vibrando de calor, anaranjado y rojo y violeta y azul. Las cenizas como una niebla espesa. Las pavesas impactando aquí y allá. El olor a humo irrespirable. Recogimos a mi familia. Nos montamos en el coche y salimos hacia Marbella mientras veíamos cómo el fuego avanzaba a punto de alcanzar la carretera. Un caballo blanco que apareció sobre el camino.
Los días que siguieron fueron una continua desazón. Incertidumbre y miedo hasta que se dio por extinguido.
Más tarde, a causa del trabajo, recorrí centenares de veces la ruina forestal quemada. Y lloré al ver las consecuencias del incendio. Era un llanto primitivo, atávico, que venía más allá del tiempo. Los esqueletos de los árboles, la ceniza gris que todo lo cubría como una alfombra espesa. El olor. El olor. Y el calor de la zona. Todo devastado.
Y las larguísimas conversaciones con los técnicos, escuchando por qué se tomaron unas u otras decisiones ante la imprevisibilidad de un monstruo que todo lo devora y que cambia de rumbo y de voracidad casi cada hora, cada minuto. Su impotencia. Y, después, las acciones a emprender para salvaguardar los restos un paraje único ya calcinado.
Han pasado nueve años. En todo este tiempo en mi familia hemos desarrollado un empatía instantánea cuando se produce un incendio. Recordamos aquellas horas, aquellos días como si fuera ayer. Conocemos de primera mano la angustia y el sufrimiento que se padece. Y del mismo modo, sentimos una gratitud inmensa con todos aquellos servidores públicos que llegan cuando nosotros huimos impelidos por la urgencia.
Cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer sobre la tierra seca el lunes por la tarde sentimos un alivio profundo y sincero. Cuando en la madrugada al martes escuchábamos desde la cama su repiqueteo incesante, una sonrisa se dibujó en nuestro rostro. Cuando el INFOCA dio por controlado el incendio no pudimos contener el llanto.
Va por ellos y por ellas, por los que llegan cuando los demás huimos.
Y va por Carlos. GRACIAS. GRACIAS.