Ir, volver, llegar, regresar. Son verbos complementarios y contradictorios que hacen de los migrantes tejer redes emocionales de convivencia más allá de lo evidente. Y tras un tiempo aquí o allí uno se siente de ningún lugar y de todos a la vez, como un Peter Pan con dos sombras que recuperar y a la que ambas se le escapan. En este trasunto de vida partida en dos por 1.000 kilómetros de distancia y 15 años ya no sabe a ciencia cierta si va o vuelve, si llega o regresa.
Cuando abro el balcón de mi casa en Barakaldo y veo al fondo del horizonte el perfil brumoso del monte Serantes, las moles de las siete torres, el umbrío Parque Botánico, el pirulí del Mendíbil y el skyline que me regala la calle de El Cid, siento que mi alma regresa a casa, a un hogar siempre cálido y reconocible, donde los automatismos son inmediatos y los mecanismos sentimentales de la memoria permanecen intactos. Del mismo modo, pasado un tiempo prudente, una comezón comienza a irritar mi complacencia emocional y me pide volver. ¿Volver? Cuando me despido, siento que dejo atrás una parte de mí, pero entiendo que mi hogar está ya en otro lugar.
Así, cuando me asomo a la terraza de la calle Serenata y reconozco el deambular cotidiano de los vecinos y vecinas en su quehacer diario, oteo la Cruz de Juanar allá a lo alto, escucho el graznido de las gaviotas, aspiro un leve perfume a mar y a brasa y compruebo como espejea el Mediterráneo, me abraza la sensación de estar en mi hogar. De haber regresado a ese lugar confortable en el que me siento a salvo, seguro, plácido e inquietamente sereno. Pero, pasado un tiempo, la comezón se inicia de nuevo y de nuevo ansío volver, ¿volver? Regresar, ¿regresar? A aquel lugar que me vio nacer y crecer.
Lo mejor de esta sensación apátrida es que defiendo con vehemencia este y aquel mundo, este y aquel universo de mi vida e, igualmente, me siento moralmente capacitado para la crítica cruel de uno y otro. Entiendo que me enriquece esta dicotomía, esta dualidad, esta especie de sentir ambidiestro de la emoción porque me hace capaz de respetar, entender y vivir las emociones de estos dos polos opuestos del mapa que distan mil kilómetros en al distancia, pero al final resulta ser un mapa doblado en dos para mi corazón.