Esta semana, más de 200 niños y niñas coreaban a voz en grito el nombre de Isabel, mientras jaleaban, aplaudían y vitoreaban. La homenajeada se emocionaba ante público tan exigente y selecto. Tras ella se leía un cartelón que rezaba “¡Gracias por hacernos crecer con tus comidas!”
Isabel es cocinera y se jubila con 67 años, después de más de dos décadas dando de comer a centenares de niños y niñas en el colegio Rafael Fernández Mayoralas, elaborando sus guisos como probablemente los elaborará en su casa, con mimo, ternura y paciencia. Todos los días durante el curso escolar ha alimentado a más de 200 bocas y ellos y ellas, esta semana, reconocían su esfuerzo y dedicación coreando su nombre, palmeando y aplaudiendo, como si una estrella de fútbol o de rock se tratara.
Es esta una historia pequeña, la de una cocinera que se jubila, pero encierra en sí misma una metáfora de primer orden si atendemos a la situación del comedor de su propio colegio y del Juan Ramón Jiménez y del Vicente Aleixandre que probablemente, en los próximos años no tendrán una Isabel a la que jalear y vitorear cuando se jubile, porque la fría maquinaria del cáterin habrá sustituido las querencias y cariños de una profesional al pie de cocina. Y esto es también una lección, una lección de vida.
La lucha de estos tres centros escolares va más allá de una reivindicación de la calidad en el servicio o en el producto, de la economía local o de la diatriba competencial entre dos administraciones, va más allá, porque esta es una reivindicación de un modelo más humano y sostenible de hacer las cosas, de entender también el espacio de la cocina como un ámbito educativo más dentro de la comunidad escolar.
La sustitución del personal de cocina por cáterin, hurta a los alumnos y alumnas, al profesorado, de integrar la cocina, la estacionalidad de los alimentos, los guisos tradicionales, en el curriculum de aprendizaje. La deshumanización de los procesos productivos deja a esos productos sin alma, sin conciencia de sí mismos, sin trascendencia. La comida es un paquete que viene envuelto de no se sabe qué lugar, que se almacena como una mercancía más, que se elabora como si de tornillería se tratara, eliminando la riqueza pedagógica del proceso culinario, de la gastronomía.
Cuando se elimina a Isabel de la ecuación y no se sustituyen sus manos por otras manos se cosifica la gastronomía, la comida, y se convierte la cocina en un mero gesto de proveer de alimentos a esos 55.000 niños y niñas que todos los días, a las 14:00 horas hacen esos, alimentarse, puntualmente en sus centros escolares en la provincia de Málaga.
Dentro de un par de años, los alumnos del Juan Ramón Jiménez, el Rafael Fernández Mayoralas y el Vicente Aleixandre no tendrán ningún cocinero ni cocinera al que despedir entre cánticos y aplausos, pero eso sí, las administraciones seguirán insistiéndonos a las familias en la importancia de una alimentación sana y equilibrada.
Aún recuerdo el olor de las lentejas de mi guarderia en Barakaldo, o el de las coles de Bruselas en El Regato. Y eso, también, sí, también es una lección de vida.