Pulso el botón del séptimo piso. Traspaso una cancela de rejas y una puerta de metal. La luz, siempre dura, inunda los últimos tramos de escalera. Salgo al exterior y me invade siempre un perfume intenso, denso, a salitres. Un grupo de gaviotas ciclea en el aire, y otras huyen aquí y allá. Es un edificio alto, lo que me permite una panorámica casi completa de Marbella y en esa panorámica se traza cierto aroma a ciudad portuaria tan alejada del cliché de visión única que demasiadas veces pretende venderse de nuestra localidad.
Hacia poniente se contemplan las estribaciones de Sierra Bermeja y Cádiz, el monolito rectilíneo del Peñón y frente a él las ondulaciones sinuosas del monte Gurugú, África. El Estrecho en su plenitud, que en las noches despejadas nos permite contemplar el tráfago luminoso de los barcos que entran y salen hacia el Atlántico y allá, como un telón de fondo, la cordillera del Atlas.
Me gusta pasear por los puertos pesqueros de las ciudades, de los pueblos, debe ser congénito o hereditario, mi padre profesa también la misma afición, asistir al movimiento de las idas y venidas de las flotas, contemplar las tripulaciones manejando los aparejos aquí y allá, escuchar los sonidos característicos de los motores, las drizas, los engranajes, el mar apretando una y otra vez, descubrir el olor característico que concilia sur, norte, este y oeste, a gasoil, salitre, algas, pescado. Me ubica en un lugar conocido, en un espacio que reconozco, con el que me identifico. En ocasiones anoto los nombres de algunas embarcaciones para no olvidarlas, reconstruyo mentalmente la historia detrás de cada uno de ellos, o me la invento y la hago mía para siempre.
Marbella se hermana en La Bajadilla con esas otras ciudades portuarias mediterráneas que salpican las costas del mar fraterno y parece hablar el mismo idioma que los puertos marroquíes o franceses o sicilianos o griegos o turcos o tunecinos. Es un idioma elaborado desde lo marino y para lo marino que los terrestres apenas podemos intuir, un lenguaje común trufado de esfuerzo, manos curtidas, pieles asoleadas y una mirada tendente a escapar hacia el horizonte.
Por eso me gusta subir a esa terraza que un día me regalaron Antonia y Daniela, porque comprendo mejor las particularidades de una ciudad repleta de caras y de aristas, con tantas realidades como personas la habitan, tan próxima y tan alejada a la imagen que se tiene y se vende de ella y en la que palpita también un corazón portuario, profundamente mediterráneo, un corazón pesquero que mira al mar de tú a tú.