La libertad confinada

06/05/2020
La realidad confinada, la libertad confinada. Después de más de 50 días recluido, el pasado domingo salí a la calle por primera vez con consciencia de ello. Un paseo largo, al borde del kilómetro, a través de una ciudad herida y fantasmal, con presencias espectrales guarecidas tras mascarillas, protegidas de guantes, interactuando a una distancia fuera de la lógica de las querencias, coartando los abrazos, las caricias, los cariños.  

Resulta esta sensación paradójica. Sentirse más libre confinado en el interior que confinado en el exterior. Porque esta es el sentimiento que me queda, como un rastro de suciedad en el alma. La idea aún de vivir una realidad distópica, una ficción indeseable. Me sentí atrapado en el exterior. El acecho de las aceras estrechas, las avenidas fantasmales, las calles vaciadas. Allí estaba la ciudad, como siempre. Allí estaba la ciudad, como nunca. Las miradas huidizas, los rostros sin expresión, las voces amortiguadas. Cierta fatiga y resignación entre los escasos viandantes.

Había contemplado la irrealidad desde mi ventana, desde mi balcón. La templanza de trabajadores y trabajadoras equipados, la voluntad férrea de las pocas tiendas y comercios abiertos venciendo al temor, los trabajadores y trabajadoras de lo público, de las actividades esenciales, que han permanecido en sus puestos inasequibles al desaliento desde el primer momento. Y a su vez, reconozco aún más su valentía, su empoderamiento, su valía como pilar esencial de la sociedad y del estado del bienestar. Y la valentía de las personas que en las casas han desempeñado el papel de cuidadores, reponedoras, compradoras, la conexión de los hogares con la calle.

Pero el domingo no pude evitar dejarme vencer por cierto temor, y el cuerpo y el alma me urgían a regresar pronto al refugio del hogar, a casa, a poder contemplar, de nuevo la irrealidad desde mi ventana. Enjaulado en la calle, libre bajo llave. Qué sensación tan contradictoria.

Entiendo, comprendo, a aquellas personas que este fin de semana se han tirado a los carriles y a las plazas y a los paseos a beberse la luz del sol a tragos, a sentir la brisa en la piel, a correr como quien huye, a caminar para reconectar, a hundir sus pies en la arena, a sentir el salitre en el rostro, a desplazarse por tomar el pulso a sus ciudades a sus horizontes robados por la pandemia estos dos últimos meses. He compartido, desde mi atalaya sus idas y venidas, ese paseo rápido, las primeras torpes pedaladas. He visto, de cerca, el rostro de mis vecinos y vecinas a los que solo podía puntear como siluetas en la acera de enfrente.

Abrir la puerta a esa libertad confinada que se extiende más allá del refugio que nos hemos construido en nuestros hogares, abrir la puerta a una irrealidad de mascarillas y guantes y contactos fantasmales y distanciamiento social nos va a costar. Excepto, por supuesto, a aquellos individuos de memoria corta, osadas y bravucones, temerarias, que parecen haber perdido el temor al covi19 y se abrazan y chocan sus palmas y quedan para correr en alegre comandita o rompen de manera arbitraria su confinamiento. Haberlos, haylos, minoría estéril, afortunadamente.

Porque recuperar los espacios de la normalidad va a ser una nueva conquista que debemos afrontar desde la responsabilidad colectiva, pelear desde la conciencia social, luchar desde la buena gobernanza y trabajar desde el civismo y desde lo gregario para que la libertad sea de nuevo eso, libertad, nuestra libertad, la de todos y todas.
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