La Marbella verde

02/05/2018
Y se funden en ocasiones esos dos mundos, se dobla el mapa en un ángulo perfecto y sus extremos norte y sur coinciden en un tiempo y un espacio imposibles. El rumor del agua cascabeleando sobre un lecho umbrío, los pájaros que trinan, ululan, el perfume del mantillo húmedo, el color intenso del verde bien regado por la lluvia. 

Casi puedo escuchar el canto de una lamia, el silbido de Basajaun, la voz de Mari retumbando en el cielo con ronquido tronante. Pero no es Oma este bosque, ni el camino a la Cueva de Los Elefantes, tampoco en sendero del Apuko o del Ganerán o el Gazterán, esto no es la Bizkaia montañosa con la que crecí, sino una Marbella refugiada a la sombra de Sierra Blanca, aventurada por los conocedores del terruño y por los curiosos que desean sentir más allá de lo que ofrecen el sol, la playa, la nocturnidad y la alevosía.  

Este 1º de mayo he alojado en la memoria los cánticos revolucionarios que mi aitite Daniel entonaba a voz en cuello en torno a su familia de herencia proletaria mientras fumaba un Farias, para pisar el verde y el marrón oscuro de la Marbella montañosa en una ruta breve, colmada de sorpresas que nos ha llevado hasta la ermita de Los Monjes, con una historia religiosa y una leyenda herética que se conjuga a partes iguales y que se sabe sirvió de refugio contra el miedo desde allende los tiempos.

Tiene uno la tentación cuando visita estos parajes invisibles de la Marbella verde de exigir mayor proyección, mayor propaganda para los mismos, que sirvan como eje conductor de ese otro deseo de que la ciudad aprenda a diversificar su oferta turística con un producto más sostenible, más equilibrado, más próspero y sostenido en el tiempo, no sujeto a las veleidades de los grandes holdings turísticos. Tiene uno la tentación, pero se guarda ese deseo impuro en la buchaca porque en el recorrido, sendero, no faltaba la huella del desaprensivo, esas toallitas de papel, esos restos de aluminio, alguna lata, pintadas.

Y es que en la ruta nos cruzamos con gentes de todo pelaje y condición, familias amorosas y familias voncingleras, grupos delicados y grupos dados al exceso. Y uno se teme siempre lo peor… ¿Seríamos capaces de abrir estos senderos al gran público y protegerlos de la mano desaprensiva? Qué difícil encrucijada. En su magnífico libro “Guía de senderos de Sierra Blanca y Canucha”, Dolores Navarro y Jesús Duarte, ya advierten de la necesidad de protección de estos parajes que ellos han defendido desde la puesta en valor, la difusión y la educación de los mismos. Ayer me traía a casa esa sensación incómoda, dicotomía, de proclamar a los cuatro vientos la existencia de esta Marbella verde, delicada y salvaje, profundamente viva, o silenciar en secreto su existencia para lograr que perviva más allá de algunas manos humanas, que nos trascienda.

Llevo aún el sonido del arroyo tintineando en mis oídos, el repiqueteo del agua que salta, ese trino guadianesco en lo alto de los árboles, el color del verde, ese verde, sobre mi mirada, azul recortado en el cielo y borrasca negra sobre los cerros, el perfume intenso de la tierra húmeda y abundante, los helechos y la hierba, brotes, recién rasgados. Me llevo todo esto y aún me parece oír el canto de la lamia, el silbido de basajaun, porque el mapa, el plano, se ha doblado en dos y el norte y el sur han abolido mil kilómetros y se han transformado en uno solo por un instante imposible.

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