Cuando alguien espeta en alguna barra de bar, tardeo laboral o comida fraternal aquello de que todos los políticos son iguales, hace mucho tiempo que levanto la palma de la mano y esgrimo, con cierta contundencia, el argumento de que eso no es cierto. Y no lo es. Todos los políticos no son iguales.
Porque más allá del politiqueo de salón y medios de comunicación que se canibaliza a sí mismo en las redes sociales con más inmediatos y coloquiales formatos y se autorreferencia de manera permanente en un bucle, en una espiral infinita sin solución de continuidad, existe una política, la realpolitik, la política de la realidad, que es la que defienden la mayoría de los cargos públicos que ocupan los escaños de nuestros municipios.
Políticos que se enfrentan en su día a día a las vicisitudes reales de sus vecinos y vecinas que tienen bastante más que ver con los contenedores de basuras, las urgencias pediátricas, los alcorques de sus aceras o el parcheado de carriles que con las sesudas estrategias de los spin doctors, de los profesionales de la comunicación política.
Esos cargos públicos, la mayoría no liberados o si lo son con un sueldo mínimo, son los que construyen la realidad de los pueblos, los que son capaces de introducir mejoras en el día a día, los que se fajan en los combates burocráticos con diputaciones, juntas y subvenciones para que haya un certamen de teatro escolar este curso o una digna exposición de pintura, o un arreglo integral de sus viales.
Lo digo con conocimiento de causa, porque mi profesión de proletario de la comunicación me lleva a tratar con unos y con otros por igual y compruebo una y otra vez que la política de la realidad se impone y que alcaldes, alcaldesas, concejales y concejalas se baten el cobre con mucho trabajo, sin horarios, con toda la implicación personal en mejorar la vida de sus municipios, de sus gentes. Y son mayoría. Inmensa mayoría.
Porque la advertencia está en que detrás de esa afirmación de que “todos los políticos son iguales” hay un ideología reaccionaria y ultra que pretende asociar la política a la nada, al mangoneo, al aprovechamiento ilícito, al cuerpo vividor, para que con esa lluvia fina el votante crea que su voto nada vale y si su voto nada vale, para qué votar, aniquilando así, de un plumazo, en alguna barra de bar, tardeo laboral o comida fraternal la esencia de la democracia.