Eran las cuatro de la mañana. La calle apenas silenciosa. Se escuchaban repiqueteos aquí y allá, como drizas golpeando los mástiles de los veleros. Algún batir de ventanas. De repente, llegó como una oleada de murmullos inacabables, un ronroneo primero, un borboteo después, para transformarse en un rumor de roqueríos que se desplazaban hasta desaparecer.
Luego, silencio.
Silencio hasta que regresó, minutos después, el murmullo sordo, pero en esta ocasión resonaba más cerca, más fuerte, sin llegar a ser embrutecido, pero sí más consistente que los ronroneos de antes.
Estoy en la sala de mi casa, desvelado antes de los ruidos. Me asomo a la ventana y veo el cielo cárdeno y un nuevo rumor de oleaje más fiero que culmina en, ahora sí, un estallido lejano, de forma clara y audible, un estallido.
Al que continúa más rápido otro y un cielo que se resquebraja con las redes que conforma un relámpago. Un látigo azulado, casi añil, que se extiende como un sistema venoso por el cielo, iluminándolo de manera fragmentaria.
Otro retumbar, ahora sí, de solidez evidente.
Abro la puerta de la terraza y las gotas de lluvia me empapan el rostro rápidamente. El viento es frío sin llegar a ser helador, pero la noche es oscura y desapacible. Trueno. Esto es un trueno. Largo y perezoso. Un trueno que prolonga su llamado más allá del mar.
Un rayo rápido preñado de energía y la descarga casi ensordecedora, como si la tierra se abriera, contundente y brutal. Tanto que hace retumbar los cristales. A ese primer mazazo le siguen otros y otros hasta que la tormenta pasa por encima de nuestras cabezas en la calle Serenata y la oímos partir hacia levante.
Y agua, aguacero que cae como lluvia de vida sobre nuestra tierra seca, de sed perenne y voraz, permanente.
Sierra Blanca y Sierra de las Nieves, Sierra Alpujata beben con fruición y desbordan los cauces de sus arroyos y ríos.
En agosto recordaremos estos días. Y diremos, menos mal que llovió en marzo.