Echo de menos esa cualidad infinita y flexible que tenía el tiempo cuando se es niño. Esa posibilidad de estirar las horas hasta más allá de lo concebible y que al final de la tarde todo hubiera acontecido en un suspiro, como el estallido de una pompa de jabón.
Echo de menos esa sensación despreocupada y ligera y sutil y volátil de eliminar los compromisos laborales y sociales y familiares de la agenda y tener ante uno la hoja en blanco de un calendario por escribir.
Echo de menos la capacidad ingrávida de lo simple que permite dejarte llevar hasta otros lugares posibles a otros espacios a otros tiempos donde lo único realmente importante reside en abrir los ojos y mirar.
Echo de menos la emoción, el pálpito, el aliento, el hálito del nuevo descubrimiento, de tocar con las manos, con la piel, algo realmente novedoso, algo que se revele por primera vez para nosotros.
Echo de menos la capacidad de captar la fugacidad del instante en la belleza, el último sol de la tarde, el rielar de la luna sobre el mar, el perfume denso del bosque umbrío, el frío en el cuerpo al sumergirse tras las olas, las sombras chinescas de la luz entre los árboles, el reflejo de la ciudad en un charco.
Echo de menos pararse, cerrar los ojos, respirar y prepararse para reír o bailar o saltar.
Echo de menos estas cosas que a la postre resultan imprescindibles para tener una vida mejor, óptima, plena, sana y que el mundo actual nos fuerza a olvidar entre el tráfago de la inmediatez y las necesidades imperiosas que no son tales.
No sé qué diría Henry David Thoreau en este siglo XXI, pero seguro que refrendaría aquella mítica frase suya contenida en su maravillo libro Walden: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida... Para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”.