La muerte nos enfrente directamente a la vida. Nos sitúa cara a cara frente a ella. Son el reverso y el anverso de las querencias, de los cariños y de los amores, como el negativo de una fotografía. La muerte acarrea silencios y hondas tristezas, oscuridad y una carga inasumible de piedras en el pecho. Esto es insoslayable, inevitable.
Pero dentro de ese reverso nos encontramos con una lección de vida que reside en el pasado y anida en el futuro. El fallecimiento de un ser querido nos permite recuperar su sonrisa, sus momentos épicos, las intimidades, congelar esos instantes en la memoria y dejar intacta la figura.
Y por otro lado nos obliga a vislumbrar un futuro en el que seamos capaces de priorizar lo importante frente a lo urgente, lo necesario frente a lo superfluo, lo esencial frente a lo coyuntural.
La muerte nos trae esas lecciones de vida aparejadas, más aún si las circunstancias que nos la traen son tan injustas como sorpresivas. Las personas que nos dejan nos obligan con su memoria y su presencia a vivir más, a vivir mejor, recuperando tiempo de calidad, que dicen los coaches de saldo. Una lección de vida con su ausencia.
Por eso, cuando nos enfrentamos a ella, en medio del dolor y de la devastación emocional, siempre queda un atisbo de luz para el aprendizaje y la esperanza. Ahí, al fondo, como la hierba que brota entre las grietas del cemento.
Quizá esta perorata, hasta aquí, pueda sonar a hueco, a propuesta bienintencionada, pero es lo que siempre siento en estas ocasiones. La oportunidad que aita me dejó para redescubrirlo o para conocerle un poco mejor, o aitite para reafirmar su voluntad de firmeza ante la vida, o amama, esa bondad sin fisuras.
Quién sabe.
Quiero creer que es el regalo que nos dejan, el de abrir los ojos ante la vida para hacer de ella un tiempo mejor.
Descansa en paz, Enrique. Que la tierra te sea leve, compañero.