Hay una Marbella que no me representa, convivo con sus quehaceres trascendentales para la economía local en la época del estío, comprendo su importancia crucial para el devenir del resto del año fuera de la época vacacional, pero me resulta complicado articularla en el día a día de mi vida cotidiana.
Es esa Marbella superflua, rendida al postureo veraniego, trufada de camas balinesas a 200 euros el día a lo largo de sus playas, preñada de oropeles filantrópicos, ahogada en fiestas excesivas, que luce dinero a expuertas y que transforma a esta ciudad durante unos meses en una feria de la alharaca superflua. Una Marbella a la que la ciudadanía al uso, a la que pertenezco, ni podemos ni queremos aspirar, y con la que decía, convivimos, durante unos meses al año, esperando que la vida cotidiana recupere el pulso de la normalidad, de la naturalidad, permitiendo que el espejismo de lo superficial no nos contamine en exceso.
Para los agoreros: que sí, que esta Marbella resulta necesaria, imprescindible, que nutre la economía local con una absoluta despreocupación, que permite el sustento económico de familias dedicadas al sector de manera directa e indirecta para el resto del año, que resulta necesaria la convivencia entre estas dos marbellas, que se retroalimentan la una y la otra en un oxímoron eterno de economía cerrada y sobre lo que ya escribí hace un par de años en este artículo para La Firma de la Cadena SER que se puede
LEER AQUÍ, pero, permítanme decir que esa Marbella no me representa.
Que el placer común lo encuentro en otros lugares del verano en esta ciudad, en el puerto pesquero y su tráfago permanente cuando arriban los barcos; en las calles del Casco Antiguo al amanecer, cuando aún se percibe sutil, el perfume del jazmín y la dama de noche; en los bancos de madera de la senda litoral de El Pinillo, bajo la protección de los eucaliptos que a punto estuvieron de ser fagotizados por la ignorancia; en el sendero de Los Monjes, hace un par de noches, jugando a la aventura con una troupe de niños y niñas; degustando una tapa de bacalao en la casa de Paco “El Limpio” o un pitufo Fiesta en el bar de El Mercado; sentado en la playa de El Cable cuando aún es reino de gaviotas y los insectos metálicos adecentan el arenal para la llegada de los primeros bañistas; sentarse en La Alameda cuando el sol aprieta y tomarse un descanso en la umbría vereda al refugio de la canícula mientras la fuente de El Rocío articula su serenata acuática; una moraga entre semana, cuando el bullicio es menor, y la tarde se prolonga hasta adentrarse en la noche, con la charla de amigos y amigas como única y mejor sinfonía; el aroma de las brasas al punto, que recorren el litoral y embriagan el aire con ese olor único y que debería poder embotellarse; sentarse en la Plaza de los Naranjos, reitero, sentarse en la Plaza de Los Naranjos, sintiendo el enchinado bajo la suela de la alpargata, ese espacio recuperado para la ciudadanía y que, día a día, debe pelear por mantenerse incólume ante las ocupaciones artificiales; asistir cada lunes a las doce cuando la agenda laboral me lo permite a la concentración organizada por los y las pensionistas, que se mantienen inasequibles al desaliento en su lucha por unas pensiones dignas; o vivir el esparcimiento de Daniela en el Parque de la Constitución, que ya se le ha quedado pequeño, único refugio natural para los infantes en los horas de más calor en verano.
Esta Marbella estival sí me representa.