Las navidades son raras. La navidad es una época rara en la que se mesclan en un mismo crisol demasiadas intensas emociones. Las ausencias y las pérdidas, la obligatoriedad social al disfrute y el exceso, el consumo exacerbado, las jamadas desproporcionadas, la intimidad obligada y el reconocimiento sentido en el otro, un cuñadismo sin piedad, algunas tensiones familiares, el barullo, la soledad, el estrés de la cocina.
Un compendio de estresores que se retroalimentan con las luces parpadeantes, los sonidos repetitivos a cascabeles, los villancicos, Mariah Carey y el burrito sabanero.
Pese a todo, y pese a mi ateísmo confeso, he de reconocer que reunir bajo el mismo techo a toda la patulea, competir con mis sobrinos por quién trae la canción más hortera a la playlist familiar, discutir y reír con mis cuñadas a partes iguales, abrir las puertas de la casa para todo aquel que desee compartir estos días con nosotros, el cumpleaños de Daniela que cae justo en el corpus central de las navidades, 28 de febrero, comprobar las querencias hacia la amama adoptada por mi familia política, Antonia y el brillo feliz en su mirada, las pizzas del Canijo para la noche de reyes, el belén de playmóbil, el árbol blanco que, definitivamente, el año que viene deberíamos cambiar, los dos olentzeros extenporáneos asomados al balcón.
Esas cosas. Esas pequeñas cosas.
Y todo transcurre en un parpadeo, fugaz, rápido, instantáneo. Y llega el cambio de año y dejamos un 2024 aciago en el que las pérdidas han sido irreparables y los dolores enormes e incrustados en el corazón, los miedos más que latentes por las personas a las que quieres. Todo esperando, confiando en que el cambio en el almanaque surta una especie de sortilegio y haga su magia, propiciándonos un 2025 en el que la luz brille más, los colores sean más intensos, los atardeceres más largos y la lluvia más fina.
Felices fiestas. Próspero año nuevo.