En esta Marbella de septiembre, el sol desciende más perezoso sobre poniente, lánguido, en una caída lenta que hace eclosionar el horizonte en una infinita paleta de naranjas, morados, violáceos, rojos, amarillos, y eso nos permite a los melancólicos abrazarnos más fuerte a los versos, las canciones, las palabras.
Y con esa pereza dibujada en el rostro han marchado ya a sus hogares primeros los visitantes que desde junio han hecho suyas las playas, los senderos, los caminos, las terrazas, invadiendo el espacio natural de los que aquí residimos durante todo el año y permitiendo que lo recuperemos poco a poco.
La arena de las playas aún es cálida al atardecer y el baño fresco y sin estrépitos nos abraza con la sabiduría de un mar que se sabe antiguo. Agua transparente, libre de medusas, capaz de exorcizar casi todas las sombras y de recomponernos el cuerpo y el espíritu a un tiempo.
Y sigue la gastronomía intacta, con sus brasas que obran milagros y trasforman la humildad de algunos pescados en bocado sublime, o los perfumes de los primeros pucheros de la temporada ahora que comienza a refrescar por la noche. Y los rostros conocidos de los vecinos y de las vecinas en los bares de barrio, en los chiringuitos, que disfrutan ahora de su tiempo sin el atasco férreo de los grandes meses estivales. Placeres locales.
Y aún pervive en cierto rincón del espíritu esa sensación de verano eterno que nos hace trasnochar más de lo debido, de excedernos un par de noches, de terracear un poco más, solo un poco más, de lanzarnos a la playa como si fuera una de las últimas veces.
Es esta Marbella de septiembre la que más disfruto, alejada del latido bárbaro de los meses de verano, para sentir que todo cobra un pulso nuevo.